Tarde extraña la de ayer, visita al hospital y duelo posterior, nada que ver lo uno con lo otro. Los hospitales son deprimentes de por sí, pasillos laberínticos en donde me pierdo siempre dada mi proverbial falta de orientación, gente en pijama caminando despacio y cabizbaja, algunos acompañados y otros no; parejas en las esquinas susurrando, una enfermera rauda, un médico con aspecto de despistado -o harto, que es peor-, y ese olor particular donde se mezclan los desinfectantes, los alcoholes, las medicinas. Sabido es que cuando uno entra por primera vez a un centro de Salud ya no sale de él jamás, ese es el primer precio que se paga por vivir, un diezmo de salud ahora y otro después. Los hospitales mejor cuanto más lejos, ¡lagarto, lagarto! Aquí la relatividad no existe.
Si bien la visita hospitalaria fue enriquecedora, participé después en la reunión social de los adultos por antonomasia, el velatorio. Cada uno de nosotros se enfrente a la muerte de un ser querido de manera diferente: espectáculo multitudinario, discreción absoluta, el todo o la nada y los modelos intermedios, tantos como somos, todos igual de válidos, todos igual de dolorosos. Notas en la pared pidiendo silencio, a nosotros, latinos, ruidosos, exagerados, afectuosos, demostrativos. Yacente velado, coronas de flores, sonrisas y lágrimas. Ruido.
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Ravel, *Cuarteto para cuerda, 2º Movimiento.
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