miércoles, 5 de enero de 2022

OTRA VUELTA DE TUERCA


8:00am, de paseo por Metrópolis. De vacunarme por tercera vez llego a casa feliz, ufano de sentirme seguro, inmortal, no sin haber engrosado la fila en la sala de espera de la planta baja del hospital, mi respectivo espacio cuadriculado del ascensor -esquina izquierda, al fondo-, nueva fila en la planta baja, esta vez de pie; vuelta otra sala de espera sentados, hombro al aire y DNI en ristre. Me pone la inyección, después de una brevísima arenga general sobre unas y otras marcas del medicamento, una enfermera como si de una competición de dardos se tratase. Mi hombro sangra. Ella pregunta: ¿toma usted Sintrom? No, respondo. Es que sangra, me dice. Yo callo, no osaría decirle que me había inyectado como si mi brazo fuese una diana roja y negra. Paso mis últimos 15 minutos hospitalarios reglamentarios sentado en una nueva sala de espera, una cafetería reconvertida, pendiente de una posible reacción, explosión de mi cuerpo, desmayo inoportuno, desintegración total, emisión de rayos láser, etc. Nada, parece que está todo en orden.
Llueve. En fin, es lo que hay. 
Moto y a casa. Mojado, claro está. Pero vacunado.

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