Terminaron las Navidades, y como tal vuelve el arbolito iluminado al garaje, reemplazado por la lámpara que ocupa su lugar 11 meses al año; se guarda el pequeño nacimiento comprado en Belén, se da por finalizado tanto buenismo en el ambiente, mensajes de amor fraternal que desaparecen el resto del año, interminables deseos de felicidad de gente que ni te saluda, etc.; pero lo mejor es que, por un tiempo, se acaban los eternos embostes designados por el calendario y los villancicos en bucle en los supermercados (y eso que aún no han sacado al mercado un disco de reggaeton navideño, que yo sepa).
Claro que, como nunca llueve a gusto de todos, este final da paso a un nuevo año, volvemos al trabajo, a madrugar y a colocar el estrés como señor plenipotenciario de nuestras vidas mediocres -unas más que otras, vale-.
Ya puestos, éste será nuestro año, lo presiento. ¿Y por qué no iba a serlo? Por lo pronto el volcán de La Palma se apagó.
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