Todo empezó hace ya más de treinta años, o debería decir acabó. Una tarde de otoño se acercó a mi casa, como solía hacer cada día, aunque en esa ocasión yo esperaba en la puerta con una pregunta ¿qué toca hoy, quedarte conmigo o dejarme? Los últimos meses había utilizado todas las disculpas posibles: se me fue el santo al cielo, me crucé con un accidente en la autopista, el Jeep se quedó sin gasolina, mi abuela enfermó, y hasta un cólico nefrítico. Acabadas las disculpas esa tarde tocaba dejarme y así fue. Después de aquello, mis ojos, de color azul pelirrojo, se oscurecieron de tanto llorar, pero hasta las lágrimas se secan.
Unos meses después decidí tomarme unas pequeñas vacaciones a modo de catarsis y compré un vuelo a Nueva York. Dos semanas en Manhattan, pura desconexión. Con el Time Out en la mano me senté en un banco de Bryant Park para marcar todo lo que me interesaba ver durante mi estancia: exposiciones, conciertos, una ópera y varias películas de estreno. Cada día, después del desayuno, comenzaba mi periplo por la ciudad, caminando sin prisa para disfrutarla; siempre descubría nuevos lugares a pesar de creer conocerla bien.
Así pasó la primera semana, tachando nombres en la revista neoyorquina, visitando nuevos y viejos lugares, paseando abrigado por las calles y los parques de Manhattan. La séptima noche compré la cena en un deli cercano al hotel, algo frugal para no acostarme con el estómago vacío y me dispuse a regresar al hotel para cenar en la habitación, calentito, ojeando una revista -cuando se viaja solo, durante las noches la soledad se hace más patente-. Y allí, junto a la gran columna de mármol, a la izquierda de la recepción de mi hotel, al fondo del amplio vestíbulo, estaba esperándome. Conmoción. Palabras, palabras, disculpas, una historia larga y emotiva. Conmoción.
La segunda semana fluyó: paseos compartidos, largas conversaciones; las piezas encajaban a la perfección. Pero como todo se termina, había que volver a nuestras vidas. Después de muchas horas entre aeropuertos, aviones, cansancio, sopor y jet lag, llegamos finalmente a nuestro destino. Abrazos, besos y despedida con un ¡después hablamos!
Nunca hubo un "después".
He vuelto muchas veces a Nueva York, sin conmoción alguna, sin palabras vacías, sin sorpresas. Claro que, por si acaso, no comento con nadie el nombre del hotel al que voy, últimamente uno con vestíbulo algo más pequeño y la recepción entrando a la derecha.
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