EL MITO BRITÁNICO CUMPLE 80 AÑOS
Humor, talento y clase. O sea, Caine. De los actores legendarios que siguen vivos habiendo cruzado los 80 años entre los auténticamente grandes solo queda en activo Caine.
CARLOS BOYERO Madrid 14 MAR 2013 - 21:25 CET
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Este señor rubio de mirada descreída (debido probablemente a su ancestral miopía) y sonrisa irónica llamado Michael Caine, que para ventura de cualquier espectador con paladar educado sigue colocándose delante de la cámara y enamorándola, cumplió ayer ochenta años. Si haces agradecida memoria de los actores legendarios que siguen vivos habiendo cruzado esa edad definitivamente invernal, descubres que Sean Connery y Gene Hackman hace tiempo que decidieron jubilarse, que entre los auténticamente grandes solo nos queda en activo Caine. En jugosos papeles secundarios como el sabio y elegante mayordomo de Batman o aceptando el protagonismo en la sombría y excelente Harry Brown,interpretando a un anciano vengador en una sórdida y violenta barriada de Londres.
Caine ha hecho películas grandiosas, comedias memorables y también cine irrelevante, pero en mi caso, verle y oírle siempre ha justificado el precio de la entrada. Es versátil, puede meterse en la piel de gente muy distinta, se mueve con idéntica credibilidad y atractivo en el drama y en la comedia, pero su estilo interpretativo siempre representa una marca, seducción, garantía de calidad, voz propia, aunque esté al servicio de lo que le exigen sus directores y sus personajes.
Caine pertenece a una generación gloriosa de actores ingleses, apadrinados en su trabajo por Richard Burton y con la misma afición que este a los goces etílicos y a los placeres de la carne. Los colegas de Caine en el trabajo y en la fiesta llevan los gloriosos nombres de Richard Harris, Robert Shaw, Peter O’Toole, Terence Stamp, gente así, con contrastado talento para la interpretación y para exprimir la vida.
Caine, cockney de nacimiento y de vocación, nunca ha tenido problemas en la pantalla para hacernos creer que pertenece a la aristocracia inglesa de toda la vida. Se me ha difuminado el argumento de Zulú y de Ipcress, sus primeras películas, pero la presencia de Caine como un rígido militar y como el ciníco agente del contraespionaje Harry Palmer me dejó huella. Tenía algo muy poderoso, no era un actor normal. Jamás me ha decepcionado y en varias ocasiones me ha dejado con la boca abierta. Lo hizo en La huella, enfrentándose con toneladas de clase pero también de coraje a un reto tan difícil como enfrentarse sin complejos durante dos horas y media en el único escenario de una mansión victoriana a alguien tan intocable como lord Laurence Olivier, en un juego a muerte y un retrato de la lucha de clases magistralmente orquestado por Mankiewicz. También en la maravillosa película de Huston El hombre que pudo reinar, interpretando junto a Connery a dos imborrables pícaros que alcanzan poder y riqueza, la pierden, recobran la dignidad y la lucidez en su fracaso. Y cómo no recordar con una agradecida sonrisa a Caine en Hannah y sus hermanas, a ese hombre que tiene una existencia razonablemente feliz con la mujer que le conviene, pero que se vuelve loco por su sensual cuñada. Y me emociono cada vez que escucho en Las normas de la casa de la sidra al medico abortista, adicto al éter y a las enfermeras, protector de niños huerfanos, o abandonados, o a los que nadie quiere, despedirse cada noche de estos, después de haberles leído unas páginas de Dickens, con estas palabras: “Felices sueños, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”.
Caine no solo es una de las cosas grandes que le han ocurrido al cine. Su libro de memorias Mi vida y yo es tan inteligente como divertido. Y espero con ansiedad el segundo The Elephant to Hollywood. Gracias por todo, señor Caine. Y que viva usted el tiempo que desee.
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