Cuando vivía en Las Palmas de Gran Canaria, durante mis años de estudiante, mi compañera de carrera me regaló mi primer perro -perra-, un chow chow dijo ella, el cual al crecer se tornó ratonero, mil leches, que dirían los los malhablados.
Kenya, así se llamaba, vivió conmigo y con mis padres, 16 años. Kenya, sí, ya mi carácter estaba forjado, en parte con gran sensibilidad hacia los animales, soñando con viajar por el mundo y,e n particular, para hacer un safari por África y ver animales salvajes en su hábitat. Por esas coincidencias de la vida, mientras terminaba la carrera, fui a Kenya por primera vez, sin un duro y con todas las expectativas del mundo. Contraté un safari, imagino que el más cutre, a Masai Mara, que incluía una caseta de campaña de una persona, posiblemente la caseta más pequeña donde he dormido, con un colchón y poco más. Comida en cada parada, cenas alrededor de una hoguera y visitas al parque durante tres días, creo recordar. La experiencia fue simplemente maravillosa; dormir con el sonido de la selva, los atardeceres, las jirafas sobre el horizonte, las manadas de elefantes... Fue una emoción egoísta difícil de explicar y menos aún de compartir. Con los años acabé siendo vegetariano y aborreciendo los zoos, entre otras cosas.
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Camille Saint-Saëns, *África, Op.89
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