Nuestro personaje, un señor cualquiera, lleva casi cuarenta años trabajando en su puesto de la esquina de la oficina, siempre en la misma mesa. Todo ordenado y pulcro lleno de listas interminables, igualmente ordenadas, coloridas y subrayadas, donde apunta el trabajo hecho y, sobre todo, el pendiente -que suele mostrar ufano en cuanto tiene ocasión-, vestido algo pasado de moda pero siempre de marca y presto para conversaciones interminables sobre sí mismo.
Nuestro personaje gusta de hacer siempre lo mismo, una y otra vez, y con el mismo resultado: NO. El no a todo es su seña de identidad, no por esto, no por aquello, no, no no. Conocido y temido a la vez, el ciudadano suspira por, en caso de necesitar algo de la Administración, ser atendido por cualquiera menos por aquél, el mismo que hubiera ilustrado a la perfección el famoso artículo de Larra.
Pero he aquí que, por unas y otras vicisitudes, su jefe pensó en cambiarle de trabajo y así se lo hizo saber. Necesitan alguien como tú, con experiencia, le dijo. Empiezas la semana que viene en esto nuevo.
Su respuesta no se hizo esperar: aspavientos, sollozos, quejas, malas caras, enfurruñamiento. ¡Me van a cambiar de trabajo! repetía a cualquiera que osaba preguntarle ¿qué tal estás? Al cabo de unos días todo el edificio sabía que le habían asignado una nueva tarea.
El tiempo pasó y las olas se calmaron, el trabajo continuaba de aquella manera, las listas volvieron a la mesa -esta vez otras listas pero igual de ordenadas-; lejos quedaron los noes interminables y recurrentes, había llegado la paz a la oficina, el nuevo status quo parecía que funcionaba.
Otro vendrá que bueno te hará, rezaba el dicho. Y así fue.
Continuaba el paso inexorable del tiempo, frío en Rusia y calor en Cuba.
Pasados unos años, el jefe necesitaba resolver un problema y echó mano de nuestro personaje, por las mismas y obvias razones, la experiencia. Y así se lo volvió a hacer saber: vas a resolver este expediente que lleva parado mucho tiempo.
He aquí que su respuesta tampoco se hizo esperaren esta ocasión: aspavientos, sollozos, quejas, malas caras, enfurruñamiento. ¡Me van a cambiar de trabajo! repetía a cualquiera que osaba preguntarle ¿qué tal estás? Al cabo de unos días todo el edificio volvió a saber que le habían asignado una nueva tarea.
Y la vida continuó... no, no, no.
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