Como el café, las personas nos gustan de una manera o de otra, sin explicación aparente. Altas y bajas, flacas y gordas, feas y guapas, lo mismo da. Esto en lo que respecta al envoltorio que, según las modas se nos vende así o asá -ahora toca modelo griego, otrora lo fue más rubensiano-. Se ha impuesto con los años el culto al cuerpo, que no a la salud, demonizando a las personas gordas y a todo cuerpo que no se adapte a los estándares fijados. Nos rodean modelos transparentes (sobre todo mujeres), esqueletos andantes en Instagram o Facebook, anuncios de comida grasienta, suculenta y súper calórica entre medio de noticias en los telediarios sobre hambrunas en África o Asia. Así somos, seres con memoria de pez, autocomplacientes, adictos a la imagen, estrechos de mente; anoréxicos, vigoréxicos, obesos, obsesos, pinceles, adonis, sílfides...
Si a la Orquesta Mondragón le gustaban las gordas, al resto no me atrevería a decir lo mismo, aunque afortunadamente todo roto tiene su descosido y hay todavía quién busca debajo de esa cáscara más o menos agraciada.
Otra cosa es el carácter, eso no hay persona que lo pueda ocultar (las que lo logran, las opacas, son las peores porque uno nunca sabe cómo actuar frente a ellas). Nos atraen unas de repente y aborrecemos a otras sin aparente causa. Una forma de andar, de hablar, de mirar, sirve tanto para amar como para odiar, lo que demuestra que en las relaciones humanas las fórmulas no existen. He aquí la fortuna de sociabilizar, que lo hacemos con muchos pero nos quedamos con pocos y cada uno atesora sus amistades como pepitas de oro, sacándole brillo. Los demás, amigos y familiares sin interés alguno, puente de plata.
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Tchaikovsky, *Six Pieces, Op. 51, TH 143.
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