Las chicas han crecido demasiado rápido.
El discurrir de los días felices es una pendiente cómoda, un dulce viaje en el que dejarse llevar mecido por el viento a favor. Así que no piensas mucho, te abandonas a los azares dichosos. Y así pasan los meses, disfrutando de la mutua compañía, retozando en la huerta bajo el suave sol de otoño o tirados en el sillón viendo películas antiguas. Ellas, de natural curiosas, lo miran con ojos profundos y él se regodea compartiendo su espacio, disfruta transmitiendo las cosas aprendidas, les habla de asperezas y suavidades, les cuenta sus miedos y certezas.
Pero todo acaba, parece ser. Se hicieron mayores, y cierto día comprobó cómo la elegancia adolescente de las niñas imantaba a los seductores del barrio. Y ellas, orgullosas de su poder, ya no querían ver viejas joyas en blanco y negro, ni escuchar batallitas de jardinero solitario, ni siquiera miraban su mirada como solían.
Eso sí, cada día, antes de salir al jardín a contonearse, se aseguran de rozar sus cuerpos tibios con él, traspasándole su aroma y su calor.
By Javier Pérez-Alcalde S.
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