Javier Sádaba: "La ética, en
esencia, es utópica"
El filósofo escribe sus 'Memorias
desvergonzadas' como un ejercicio de autoafirmación: "No me interesa el
intelectual que adorna a su amo".
ANTONIO LUCAS
Madrid. 21 JUL. 2018 12:15
Al filósofo Javier Sádaba
(Portugalete, 1940) le gusta tomar el vermut acodado en la barra de estaño del
bar Los Camachos, en Malasaña. Es su preferido. Quizá más por el sitio que
por el vino macerado. Aquí mantiene conversaciones con unos y otros. A veces de
fútbol, de viajes, de cosas pequeñas; a veces de filosofía, de política, de
desengaños. Es un pensador activísimo que sigue militando en la coherencia.
Amable y preciso, no cede fácilmente cuando está seguro de tener tanta razón
que puede perfectamente equivocarse.
Sádaba viene de muchas batallas,
de numerosas aventuras que tienen la amistad como espacio de encuentro y
desencuentro, la filosofía y la ética como arneses, la Transición y sus
consecuencias como toque de queda. Y luego, más a solas, despliega su pensamiento
por distintos frentes: del derecho a decidir a la autodeterminación del País
Vasco, de la bioética al desafecto con el proceso constituyente, de la
pasión por Wittgenstein a las perversiones del lenguaje, del hastío por tanta
mendacidad en la política al activismo en la causa de la desobediencia. Sádaba
bracea a su modo y con la corriente no siempre a favor.
Hace tres años quedó viudo y de
ese vacío viene este libro de ahora: Memorias desvergonzadas, publicado
por la editorial Almuzara. Una narración de lo que ha sucedido en las últimas
décadas en la sociedad y la política españolas. No se trata de un exorcismo,
sino de un ejercicio íntimo que sale mejor hacia fuera. Sádaba es un hombre
untado de mundo, de libros, de nombres. Repasa demonios y complicidades
necesarias. Lamenta perder la frecuencia de onda con algunos compañeros de
expedición. Y es un canto de amor a Elena, su mujer. Y es también el
resumen de una memoria intelectual que no esquiva errores propios en unos años
clave que van del fin del franquismo a esto de ahora.
¿Por qué habla de desvergüenza?
Porque intento no callarme las
cosas. Sigo interesado en ser honesto. Aunque pueda molestar a algunos prefiero
decir lo que pienso a ser complaciente con lo que piensan los demás.
El recuerdo de su mujer
sobrevuela este catálogos de fatigas y entusiasmos...
Me gusta que se interprete así.
En principio iba a ser un libro sobre ella, pero... Mira, el amor es la
aceptación de una jaula de oro. A mí me satisfacía lo suficiente como para que
esa limitación de mi libertad tuviese sentido. De estas páginas algunos
filósofos o políticos salen magullados. No lo he hecho para parecer incorrecto,
sino que lo que escribo me convierte en eso. En lo de la amistad soy
aristoteliano: creo que es uno de los dones de la vida. Y en eso he tenido
buena suerte, aunque me haya quedado en el camino para algunos y otros se hayan
quedado en el camino de mi vida. Los amigos se dicen sinceros, pero los
enemigos sí que lo son.
En la trayectoria de Sádaba
también tiene sitio la Teología, licenciado por la Universidad Gregoriana de
Roma tras pasar por la Pontificia de Comillas y la de Salamanca. «Estaba muy
bien posicionado para ser obispo o cardenal... Pero ya ves. Aquello no iba con
un agnóstico como yo», dice. Prefirió optar a la cátedra de Ética en la
Universidad Autónoma de Madrid. Antes pasó fatigas y purgas universitarias. Y
en Memorias desvergonzadas da cuenta de una universidad cacique,
dispensando plomo verbal (o complicidades, depende) sobre colegas y no tan
colegas: Gustavo Bueno, Javier Muguerza, José Luis López Aranguren, Tomás
Pollán, Savater, Chomsky... «Reconozco en estas páginas muchas deudas
intelectuales y de amistad. También mucho cariño. Aunque si me meto con alguien
no es por ajuste de cuentas. Tan sólo relato las cosas como las viví y como las
sigo viviendo. He aprendido mientras escribía estas memorias. Por suerte me ha
tocado ver mucho, oír bastante y callar demasiado. Sólo en pequeños círculos he
contado lo que con más detalle o como novedad aparece en este libro».
La idea de intelectual que
interesa al autor de La vida buena está lejos de esa que «adorna las
verdades de su amo»; y sí del lado de quienes «ponen en cuestión las cosas y
hacen una firme autocrítica de la que surgen convicciones y dudas constantes que
llevan a cuestionarlo casi todo». La OTAN, ETA, el GAL, el PSOE, el Partido
Comunista, el golpe de Estado, la Movida, el nacionalismo, el independentismo
catalán, la derecha, la socialdemocracia... Todos esos destellos o apagones son
parte de la sustancia de estas memorias que dejan asomar un gusto por la
polémica: «Sigo creyendo en la idea de que España debería ser una
confederación como lo es Suiza. Lo que tenemos aquí ya es un federalismo
asimétrico. Pero habrá que seguir avanzando. Falta valentía en los partidos
políticos».
¿Aún cree en la Europa de los
pueblos?
Claro, por qué no. Desde el punto
de vista político no es un disparate. Otra cosa es que se interprete de otro
modo y la hegemonía del capitalismo, que me parece del todo inmoral, proponga
un mundo sin ideologías, sin distinción entre izquierda y derecha, con símbolos
cada vez más planos.
¿Y la autodeterminación?
ambién la defiendo. No es lo
mismo que independencia. La autodeterminación, como se entiende en el caso del
País Vasco, no tiene que ver con un «me marcho de aquí», sino en lograr ciertas
condiciones políticas en un Estado plural. No creo en romperlo todo, sino con
estudiar nuevas alternativas de convivencia. Pero eso no interesa a los
políticos ni a sus partidos.
Contra los partidos, así a bulto,
también es severo.
Es que hay una presencia excesiva
de la política en todo. En todo. Desde lo más doméstico a lo más abstracto.
Habría que abrir los partidos, airearlos, reconfigurarlos... Lo que se ha visto
estos días alrededor de RTVE, por ejemplo, es tremendo. Un reflejo, como tantos
otros, de una democracia pervertida que no se entiende como espacio de
alternativas, sino de alternancias.
Al primer vermut le sigue un
segundo. Sádaba concreta que lo que él echa de menos es dialogar. No hablar ni
conversar, sino dialogar. [Hace calor en Los Camachos]. «Dialogar es exponer
una razón y no achicar al otro para que pueda libremente contraargumentar. Hoy
cuesta entenderlo». La raíz de su discurso tiene, además, algo de nostalgia de
la utopía. «Pero en definitiva soy utópico. Creo que la ética, en esencia,
es utópica: propone avanzar de lo que debe ser a lo que es». Así camina Sádaba.
Así expone su batalla.
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