Pitchfork Music Festival 2011. Crónicas de la modernidad
Por: Jaume Rodríguez
La biblia periodiística del indie monta su festival. Tres días en un parque de Chicago con vistas al rascacielos más alto de Estados Unidos. Y para el que escribe, que ha vivido ya unas cuantas maratones musicales pero que sobre todo, roza peligrosamente los cuarenta, el plan ideal: jornadas de nueve horas, tres escenarios pegaditos que nunca coincidían a la vez y un cartel en el que no faltaba nadie. El sumum, vaya. Digamos que lo negativo va por otro lado. No tanto porque los conciertos empezaran a las 13.00, que ya toca las narices (sí, calculaste bien, a las 22.00 todos a la calle), sino por las temperaturas de hasta 40º más la humedad extrema en una ola de calor que, para hacerte una idea, acaba de dejar una veintena de muertas en el centro del país.
En el recinto, más tierra que hierba y muy poquita sombra. Y en la barra, cerveza como único alcohol con la obligación de enseñar la documentación para demostrar que eres mayor de edadaunque tengas canas y vayas con tus nietos. Así de kafkianas son algunas de las leyes estadounidenses. Establecido el contexto, en el que a ratos me sentí más participante de un Ironman que un melómano con ganas de verbena, abramos el telón.
Lo puramente artístico. Hay que constatar la productiva retroalimentación entre este festival y el Primavera Sound (una tercera parte del cartel de Chicago pasó por Barcelona el pasado mayo) y que una minoría yanqui tiene ya otro motivo para situar a la Ciudad Condal en el mapa. Que dure. Y si nos fijamos en el criterio de Pitchfork para adivinar por dónde van los tiros, no dejan de ser reveladoras las apuestas de este baluarte del pop y el rock independiente. Y no tanto por la electrónica sino por el banco de pruebas en el que se ha convertido el hip hop.
En el planeta de las rimas, el que escribe se queda con el Dirty South de G-Side, la capacidad de conexión de Das Racist, los experimentos de Shabazz Palaces y, apunta este nombre, Curren$y. Decepcionaron los platos fuertes, DJ Shadow y OFWGKTA. El primero, con un set que ya le hemos visto demasiado, enterrando el vinilo en pos del cd y escondido en el interior de una esfera durante gran parte del show. Por su lado, Odd Future, precedidos por protestas de organizaciones pro derechos gays o contra la violencia doméstica que intentaron boicotear su presencia, contestaron con el símbolo pacifista que lució su líder Tyler, the Creator. Y en los instantes previos, calentando el ambiente con el One Love de Bob Marley y el Where is the Love de Black Eyed Peas. Vamos a pensar que era un chiste.
Lo electrónico. El desparrame de Battles fue la primera grata sorpresa. En el extremo opuesto, James Blake justificó los superlativos acumulados este año creando una hipnosis colectiva de bajos y ritmos más allá de la contención de su debut. No muy lejos de él, Darkstar y el aprendiz de Aphex Twin que responde al nombre de Baths firmaron algunos de los pasajes a recordar. Sin olvidar a Cut Copy. Con el pescado vendido mucho antes y un público ansioso por botar después de tanto arte y ensayo, siguen opositando a grupo de masas.
Pasemos al grueso del cartel, llámese pop y rock. O al menos, a los titulares que uno extrae. Curioso lo de ver a Thurston Moore con un set de cinco guitarras en la que ninguna era eléctrica. Más aún hacerlo junto a una mujere de sesenta años que se sabía sus canciones al dedillo (al final resultó ser la madre de la arpista de Moore, ¿era demasiado bonito no?). El de Sonic Youth tenía poco que ganar y mucho que perder y al final, ganó por mucho. Mención especial también para Kurt Vile and the Violators, una versión masculina de Patti Smith situada en el espacio entre Nick Drake y My Bloody Valentine.
Del manierismo elevado al cubo se apropiaron How to Dress Well y Zola Jesus. Los primeros ensalzaron aún más sus dotes en estudio con un directo que incluía un carteto de orquesta con director y todo. Aunque el rizo lo rizó la segunda propuesta. Nika Roza Danilova es el nombre real de esta vocalista que juega a Diamanda Galas ataviada como una Lady Gaga en clave lo-fi. Con sólo 21 años y habiendo girado ya con The XX o Fever Ray, habrá que seguir sus movimientos. Y como encargados de cerrar cada una de las noches, Animal Collective, Fleet Foxes y TV on the Radio. El cuarteto de Baltimore, a veces desubicados en su nuevo rol de estrellas, con un colorista directo capaz de sumir al público en una catarsis y aburrir hasta a las ovejas un minuto después. Los de Seattle, menos pastorales y más crudos que en disco, sobrados de recursos para trasladar a un escenario sus complejas piezas de orfebrería. TV on the Radio jugaron con todo a favor. Último concierto del festival, aparición sorpresa de una brisa y el recuerdo de su bajista recientemente fallecido intensificando todavía más sus intensas atmósferas.
El público: 54.000 personas en total. Según la organización. Gente que ya tiene de lo que hablar durante el resto del año tras acudir a este intensivo de indie. Cifra suficiente para meternos a antropólogos y diseccionar el público a grandes rasgos. Como fenómeno estrictamente local, audiencia blanca y 100% gringa (chocante cuando vienes de Nueva York) rendida a un cartel con 45 artistas cuya totalidad procedía de países de habla inglesa. No deja de llamar la atención en este mundo supuestamente globalizado en el que vivimos. Por ecléctico, las distintas tipologías. Desde pre-adolescentes descubriendo el mundo sacados de la serie de MTV Skins hasta padres arrastrando a niños confundidos pasando por grupos de gente acampados con el set de picnic más completo del mundo, aunque tan ajenos a lo que sucedía como los que pasan el día en un partido de baseball. Domingueros, al fin y al cabo, pero con coartada. En términos más genéricos, esos extraños fenómenos tan comunes (no confundir con normales) en este micromundo que son los festivales de música.
Para muchos, una pasarela para testar estilismos imposibles. Entre todos ellos, uno se pregunta qué motivos conducen a un tipo en sus treinta y muchos, por poner un ejemplo de algo que vi, a ponerse un disfraz de perro de cuerpo entero hecho de peluche. A pleno sol y con el termómetro a punto de reventar. Al mismo nivel de incomprensión, esas parejas que se empeñan en no perder el tren de la modernidad aún a costa de cargar en sus espaldas a su bebé de meses.
También lo vi. A las 6 de la tarde, calor sofocante y casi en primera fila del concierto de Deerhunter, sin duda el más apabullante (en lo artístico y también en decibelios) de todo el fin de semana.
Los padres, inmortalizando el momento con su iPhone orgullosos de ser tan cool. Y el bebé, comatoso y con sus enormes auriculares protectores, a punto de mutarse en alimento deshidratado para astronautas. Hay que ver lo freaks que somos. Los festivales de verano, mejor de noche y con una copa en la mano.
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