SIN TENEDOR NI CUCHARA
Rosa Montero.
El País Semanal, 20.III.11
La estupenda cantautora catalana Marina Rossell me contó el otro día algo espeluznante: que en Ravensbrück, un campo de concentración nazi sólo para mujeres situado a unos cien kilómetros al norte de Berlín, a las prisioneras se las obligaba a comer sin cubiertos, con las manos. Puede parecer un detalle baladí, teniendo en cuenta las atrocidades que se cometieron en el infierno del nazismo: los millones de personas convertidas en cenizas, los niños judíos torturados por Mengele para experimentar sobre los límites del dolor. De hecho, por Ravensbrück pasaron, entre 1939 y 1945, unas 132.000 mujeres, de las cuales murieron 28.000, así que debieron de suceder cosas terribles. Pero el detalle de no proporcionarles cubiertos me parece una crueldad refinada y demoledora. De esa manera las forzaban a comer con los dedos, a hozar en el plato, como animales. Era un método sencillísimo para romperles el espinazo moral, para hacerles perder la dignidad y la autoestima, para degradarlas cada día un poco más. Eso es lo más estremecedor de los genocidios totalitarios: que se basan en la previa deshumanización de las víctimas. Antes de asesinarlas, antes de destruir sus cuerpos, primero las destruyen como personas.
Marina tiene una hermosa canción que se titula Morir a Ravensbrück que cuenta esta historia, que es la historia de Neus Català, una mujer que sobrevivió al horror de aquel campo. La letra de la canción es de la gran Montserrat Roig, que había conocido a Neus mientras preparaba uno de sus libros mas importantes: Noche y niebla: los catalanes en los campos nazis. Ahora se cumplen, precisamente, veinte años de la tempranísima muerte de Montserrat. Català, en cambio, sigue entera y coleando, con 94 años. A pesar de todo, sobrevivió. La capacidad de resistencia del ser humano es prodigiosa.
Un segundo amigo, el economista Javier Velasco, me ha contado otra historia estremecedora que de alguna manera se parece a la anterior. En los primeros y más tenebrosos años de la posguerra española, un buen número de prisioneros políticos fueron llevados a trabajar de manera forzosa a las minas asturianas. Un grupo de matones falangistas bajaban de cuando en cuando a una de las minas más importantes y colocaban en fila a todos los prisioneros. Les hacían numerarse, y luego señalaban a unos cuantos al azar y les decían que dijeran un número. Al desgraciado que coincidía con el número mencionado, lo sacaban de la formación y lo fusilaban. Y lo más conmovedor (y probablemente ya lo has adivinado, porque, en el fondo, y pese a todo, confiamos en la fuerza del ser humano) es que, en más de una ocasión, el prisionero al que preguntaron contestó dando su propio número. Y, por consiguiente, fue sacado de la fila y ejecutado.
Como en el caso de Ravensbrück, escalofría pensar en la maligna pero afilada inteligencia que diseñó un entretenimiento tan cruel. Porque los mejores de entre los prisioneros, los más enteros, los más valientes, los más generosos, los más difíciles de quebrar, daban su propio número y, por lo tanto, eran eliminados. Y los demás, los que daban el número de un compañero, estaban destrozados para siempre. Perverso y eficaz, sin duda alguna.
Y, sin embargo... Sin embargo, creo que este meticuloso plan para acabar física y anímicamente con el enemigo tenía un error fatal, un agujero: el ejemplo de entereza y heroicidad que ofrecía el compañero que se inmolaba. Cuando alguien ha muerto por ti (y evidentemente todos los que el héroe no nombraba le debían la vida), sin duda te sientes de algún modo obligado a ser mejor. A mantener tu existencia a la altura del colosal regalo que te han hecho. De manera que, si bien los más valiosos eran eliminados, ese ejemplo tuvo que levantar por fuerza la moral y la dignidad de los que quedaban. Lo más destructivo hubiera sido que todos hubieran dado el número de un compañero... pero se diría que la vida siempre se guarda estos pequeños ases en la manga. Incluso en los peores momentos, en los campos de concentración nazis, en el más enloquecedor abismo de maldad, en la desolación de la total desesperanza, hubo gente que siempre estuvo por encima de todas las expectativas, gente que escogió y supo ser heroica. Y gracias a eso es por lo que podemos seguir escribiendo poesía después de Auschwitz, en contra de lo que dijo Adorno en su famosa frase.
El País Semanal, 20.III.11
La estupenda cantautora catalana Marina Rossell me contó el otro día algo espeluznante: que en Ravensbrück, un campo de concentración nazi sólo para mujeres situado a unos cien kilómetros al norte de Berlín, a las prisioneras se las obligaba a comer sin cubiertos, con las manos. Puede parecer un detalle baladí, teniendo en cuenta las atrocidades que se cometieron en el infierno del nazismo: los millones de personas convertidas en cenizas, los niños judíos torturados por Mengele para experimentar sobre los límites del dolor. De hecho, por Ravensbrück pasaron, entre 1939 y 1945, unas 132.000 mujeres, de las cuales murieron 28.000, así que debieron de suceder cosas terribles. Pero el detalle de no proporcionarles cubiertos me parece una crueldad refinada y demoledora. De esa manera las forzaban a comer con los dedos, a hozar en el plato, como animales. Era un método sencillísimo para romperles el espinazo moral, para hacerles perder la dignidad y la autoestima, para degradarlas cada día un poco más. Eso es lo más estremecedor de los genocidios totalitarios: que se basan en la previa deshumanización de las víctimas. Antes de asesinarlas, antes de destruir sus cuerpos, primero las destruyen como personas.
Marina tiene una hermosa canción que se titula Morir a Ravensbrück que cuenta esta historia, que es la historia de Neus Català, una mujer que sobrevivió al horror de aquel campo. La letra de la canción es de la gran Montserrat Roig, que había conocido a Neus mientras preparaba uno de sus libros mas importantes: Noche y niebla: los catalanes en los campos nazis. Ahora se cumplen, precisamente, veinte años de la tempranísima muerte de Montserrat. Català, en cambio, sigue entera y coleando, con 94 años. A pesar de todo, sobrevivió. La capacidad de resistencia del ser humano es prodigiosa.
Un segundo amigo, el economista Javier Velasco, me ha contado otra historia estremecedora que de alguna manera se parece a la anterior. En los primeros y más tenebrosos años de la posguerra española, un buen número de prisioneros políticos fueron llevados a trabajar de manera forzosa a las minas asturianas. Un grupo de matones falangistas bajaban de cuando en cuando a una de las minas más importantes y colocaban en fila a todos los prisioneros. Les hacían numerarse, y luego señalaban a unos cuantos al azar y les decían que dijeran un número. Al desgraciado que coincidía con el número mencionado, lo sacaban de la formación y lo fusilaban. Y lo más conmovedor (y probablemente ya lo has adivinado, porque, en el fondo, y pese a todo, confiamos en la fuerza del ser humano) es que, en más de una ocasión, el prisionero al que preguntaron contestó dando su propio número. Y, por consiguiente, fue sacado de la fila y ejecutado.
Como en el caso de Ravensbrück, escalofría pensar en la maligna pero afilada inteligencia que diseñó un entretenimiento tan cruel. Porque los mejores de entre los prisioneros, los más enteros, los más valientes, los más generosos, los más difíciles de quebrar, daban su propio número y, por lo tanto, eran eliminados. Y los demás, los que daban el número de un compañero, estaban destrozados para siempre. Perverso y eficaz, sin duda alguna.
Y, sin embargo... Sin embargo, creo que este meticuloso plan para acabar física y anímicamente con el enemigo tenía un error fatal, un agujero: el ejemplo de entereza y heroicidad que ofrecía el compañero que se inmolaba. Cuando alguien ha muerto por ti (y evidentemente todos los que el héroe no nombraba le debían la vida), sin duda te sientes de algún modo obligado a ser mejor. A mantener tu existencia a la altura del colosal regalo que te han hecho. De manera que, si bien los más valiosos eran eliminados, ese ejemplo tuvo que levantar por fuerza la moral y la dignidad de los que quedaban. Lo más destructivo hubiera sido que todos hubieran dado el número de un compañero... pero se diría que la vida siempre se guarda estos pequeños ases en la manga. Incluso en los peores momentos, en los campos de concentración nazis, en el más enloquecedor abismo de maldad, en la desolación de la total desesperanza, hubo gente que siempre estuvo por encima de todas las expectativas, gente que escogió y supo ser heroica. Y gracias a eso es por lo que podemos seguir escribiendo poesía después de Auschwitz, en contra de lo que dijo Adorno en su famosa frase.
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