«Cuántas veces te sorprenden las palabras que brotan de tus propios labios, dichas sin pensar, por inercia. “No me vengas con cuentos”, reprochas a tu hijo, cuando enhebra excusas fantasiosas para justificarse. El espejo de su mirada te devuelve tu contradicción: lo dices tú, precisamente tú, que te ganas la vida contando historias y urdiendo cuentos. Tú, que has comprobado mil veces cómo una anécdota con rostro humano deja una huella infinitamente más honda que una idea abstracta. Tú, que ensalzas la habilidad humana para tejer narraciones y nuestra sed inagotable de escucharlas. Sabes que el cerebro asimila mejor la información encapsulada en un relato y, tal vez por eso, durante milenios, hemos transmitido conocimientos de generación en generación a través de mitos y fábulas. Las civilizaciones necesitan justo a esas personas que vienen con un cargamento de cuentos […]
Nos apasiona narrarnos a nosotros mismos, con el adorno de imprecisiones y exageraciones. A partir de la memoria —esa gran fabuladora—, armamos cada cual la propia historia y tratamos de persuadir a los demás para que confíen en esa frágil urdimbre de invenciones. Poseemos un cerebro narrativo que, por defecto de fábrica, tiende a adaptar los hechos a la trama de esa novela cuyo protagonista estelar soy yo. Como Don Quijote, las personas —y las naciones— creemos cualquier disparate que engrandezca al héroe ideal que llevamos dentro. A fin de cuentas, hemos tejido un mundo sustentado en la economía y la fantasía, en contables y cuentistas. Por eso, como escribe Antonio Basanta en Leer contra la nada, contar es el verbo que mejor define nuestra andadura humana. “Contar objetos. Contar historias. Pero, también, sabernos apreciados, tener la certeza de que se nos tiene en cuenta”. Somos así: puro cuento».
Irene Vallejo.
El País #ElAtlasDePandora
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