La redención tecnológica que algunos vieron en Internet
puede convertirse en una condena. Varios ensayos alertan del peligro del
control digital de la sociedad, pero no siempre consiguen que coincidan teoría
y práctica.
https://elpais.com/cultura/2018/09/13/babelia/1536828693_419316.html
En 2014 el bloguero iraní Hossein Derakhshan, que
se hizo célebre como uno de los impulsores del periodismo ciudadano, fue liberado tras pasar seis años en la cárcel.
Cuando tuvo acceso de nuevo a Internet se quedó espantado de los cambios que
había experimentado la Red durante su encierro. En distintas intervenciones
públicas denunció que la tecnología digital había perdido su capacidad para la
transformación política y social y se había convertido en una fábrica de
entretenimiento. La razón, según Derakhshan, es que en la época de las redes
sociales, el hipertexto —que, a su juicio, era el elemento definitorio del
Internet original— se había visto desplazado por la lógica de la novedad y la
viralidad. La comunicación digital se habría convertido así en un flujo
constante de imágenes controlado por algoritmos opacos.
El desencanto de Derakhshan es interesante porque contrasta
con el entusiasmo que desató la eclosión de las redes sociales, aún mayor que
el que se produjo con la gran marea de blogs de unos años antes. La web 2.0 fue
anunciada como un retorno del espíritu comunitarista de los tiempos heroicos de
la contracultura informática. Es una pauta habitual. La historia de la
recepción de la tecnología digital es una sucesión de exaltaciones y
decepciones explosivas y fugaces. Los cambios técnicos —algunos francamente
triviales— son vividos como el albor de un mundo nuevo o un anuncio del
apocalipsis. Precisamente si algo caracteriza el momento actual, al menos desde
el punto de vista de la producción intelectual, es la generalización de la
literatura crítica con las redes sociales. Se trata de un cambio profundo
respecto a la situación de hace apenas un lustro, cuando muchos tecnólogos
consideraban casi una ofensa personal que alguien escribiera sobre Internet sin
la deferencia debida a los medios sociales.
Uno de los pioneros e impulsores de este giro crítico
es Jaron Lanier, ingeniero informático y
miembro prominente de la cultura digital estadounidense, que se dio a conocer
como ensayista con dos libros —Contra el rebaño digital y ¿Quién controla el futuro?— que denunciaban
respectivamente las dinámicas de linchamiento que se estaban generalizando en
la web social y la concentración de poder en manos de unas pocas
megacorporaciones tecnológicas. Todos los textos de Lanier parten de una idea
lúcida que desarrolla de un modo superficial pero interesante. Por desgracia,
tiende a sepultar sus tesis sobre aquellos temas que conoce de primera mano
bajo varios estratos de opiniones que exceden manifiestamente su ámbito de
competencia y, peor aún, recordatorios de sus inagotables talentos e intereses.
Si el narcisismo fuera una enfermedad infecciosa, las autoridades sanitarias
confinarían a Lanier en una cámara de aislamiento. Por eso su último ensayo, en
el que repasa algunos de los aspectos más perniciosos de las redes sociales, se
beneficia de un tono mucho más directo y modesto que los anteriores. Lanier no
se priva de darnos su opinión sobre un amplio abanico de temas y parece creer
en serio que las redes sociales han provocado una desviación maléfica en el
curso de la historia (literalmente atribuye las políticas gubernamentales de su
país a una supuesta adicción a Twitter de Donald Trump). Pero su análisis de la
retroalimentación negativa de la arquitectura de las redes sociales, los intereses
comerciales de sus propietarios y sus anunciantes y las conductas sociales de
sus usuarios es valiente, claro y sugerente.
a centralidad de las redes sociales en las comprensiones
contemporáneas de la cultura digital está alimentando un heterogéneo conjunto
de estudios académicos que recibe mucha atención mediática, pero cuya
coherencia es cuestionable. Esta especie de redología abarca desde
desarrollos rigurosos en el campo de la biología y la matemática hasta
planteamientos sociológicos o filosóficos mucho más impresionistas. La metáfora
de la Red imprime una pátina de unidad a un campo de análisis que, en realidad,
recuerda a aquella escena de Amanece que no es poco en la que el
maestro pone un examen a los niños del pueblo diciendo: “Tomad nota de las
preguntas: Las ingles. Su importancia geográfica. ¿Son verdad las ingles?
Historia de las ingles. Las ingles en la antigüedad. Las ingles de los
americanos. ¿Cómo hay que tocar las ingles? El ruido de las ingles…”. Basta
sustituir “ingles” por “redes” para obtener una panorámica bastante precisa de
las versiones más ampulosas de los estudios netológicos.
Precisamente el crédito que el historiador conservador Niall
Fergusonda a la teoría de las redes es el principal lastre de un
ensayo, por lo demás, robusto y divertido. La plaza y la torre hace
un recorrido vertiginoso por el modo en que a lo largo de la historia
organizaciones emergentes poco estructuradas (las “redes”) han logrado
imponerse a instituciones con una urdimbre burocrática más rígida (las
“jerarquías”). Ferguson relativiza la novedad de las redes digitales subrayando
la continuidad de los usos de la tecnología actual con el pasado analógico. El
ascenso de la web social sería, desde su punto de vista, un subproducto de la
crisis de la institucionalidad jerárquica que se había generalizado en
Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. A partir de los años setenta del
siglo pasado, en cambio, se habría ido difundiendo una nueva arquitectura
social reticular de contornos más vagos, un proceso en el que resultó esencial
la apuesta por la mercantilización.
Es una tesis vigorosa y probablemente correcta. El problema
es que Ferguson trata de convertir la contraposición metafórica entre redes y
jerarquías en un mecanismo teórico de largo alcance histórico. La estructura
topológica de ambas dinámicas sociales explicaría así toda clase de
acontecimientos de los últimos cinco siglos: desde la reforma protestante, las
sectas masónicas y el movimiento Taiping hasta las estrategias políticas de
Henry Kissinger y el ascenso de Donald Trump, pasando por casi todo lo demás.
Es difícil exagerar la concupiscencia conceptual de un libro en el que
aparecen, separados por unas pocas páginas, Pizarro, Lutero, Paul Revere,
Rothschild, Virginia Woolf, Kim Philby, Lenin, Lucky Luciano, Hayek o John
Perry Barlow. Ferguson mezcla y confunde un repertorio complejo de conceptos
sociológicos —burocracia, jerarquía, clase, estatus, capital social…— y somete
procesos muy diferentes a una interpretación reductiva con un fuerte aire
de cherry picking. Se precisa una fe fanática en la topología para aceptar
que las dimensiones formales de la organización social tienen tal poder
explicativo. Sencillamente es un marco teórico demasiado estrecho para la
inmensa cantidad de tramas históricas que estudia.
Algunas de las críticas filosóficas más vehementes de la
economía política de las redes sociales están siendo elaboradas por herederos
intelectuales del último Michel Foucault. Es el caso de Éric Sadin, que se dio a conocer en nuestro país
con La humanidad aumentada y cuyos estudios tecnológicos
beben de la obra de teóricos del neoliberalismo como Christian Laval y Pierre Dardot o, sobre todo, Luc Boltanski y Ève Chiapello. La tesis
central de La silicolonización del mundo es que se está imponiendo
globalmente una forma extrema de liberalismo —el tecnoliberalismo— basada en
una “alianza entre la vanguardia de la investigación tecnocientífica, el
capitalismo más aventurero y conquistador, y los gobiernos social-liberales que
ven en la algoritmización de las sociedades la ocasión histórica de responder
al núcleo de su proyecto”. Sadin exhibe músculo histórico y sociológico para
radiografiar la capacidad legitimadora de la tecnología digital, el modo en que
se ha convertido en la tabla de salvación de un régimen social agotado que
afronta una crisis estructural.
La silicolonización del mundo describe de forma
convincente los cambios en las “visiones del mundo” dominantes, el modo en que
las promesas de redención tecnológica que emanan de Silicon
Valley desempeñan un papel fundamental en nuestra aceptación
del orden social. Sin embargo, en sus páginas a menudo queda difuminada la
frontera entre el análisis ideológico y la realidad. Da la sensación de que
Sadin se toma la ideología californiana más en serio que los propios
ciberutopistas. Es indiscutible que los mitos tecnológicos tienen capacidad
consensual y están muy presentes en los discursos políticos públicos. Otra cosa
muy distinta es el papel efectivo que desempeñan, por ejemplo, la economía del
conocimiento o la inteligencia artificial en nuestro sistema económico y
político. Como recuerda Jaron Lanier con honestidad, “inteligencia artificial”
nunca ha sido nada más que una metáfora propagandística. Y el maná de la
economía del conocimiento es una especie de fábula edulcorada que nos contamos
para ignorar problemas como el agotamiento de los combustibles fósiles. Los
datos no son el nuevo petróleo: el nuevo petróleo es el viejo petróleo pero más
caro y escaso. A fin de cuentas, tal vez la cuestión no sea tanto entender cómo
las redes sociales están cambiando el mundo —o incluso si lo están haciendo
realmente—, sino, al contrario, pensar cómo ha cambiado el mundo para que
atribuyamos tanta importancia a las redes sociales.
Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Jaron
Lanier. Traducción de Marcos Pérez. Debate, 2018. 188 páginas. 14,90 euros.
La plaza y la torre. El papel oculto de las redes en la
historia: de los masones a Facebook. Niall Ferguson. Traducción de Inga
Pellisa y Francisco J. Ramos. Editorial, 2018. 652 páginas. 27,90 euros.
La siliconización del mundo. Éric
Sadin. Traducción de Margarita Martínez. Caja negra, 2018. 320 páginas. 22
euros.
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