Por fin he cumplido con mi obligación ciudadana de empadronarme allá (acá) donde vivo, no tiene sentido seguir haciéndolo en casa de mis padres, ya en la que fuera casa familiar. Así que ayer viernes, sobre las 11 de la mañana, me acerco a la oficina del Padrón municipal, tan feliz. Gente, gente por todas partes, dentro y fuera, de pie y sentados, apelotonados apoyados en las paredes. Entro cabizbajo, le pregunto a un policía -¿por favor, ¿para empadronarme?
-Coja número, me dice.
-¿Esta cola es para lo mismo que yo?
-Sí señor, me contesta.
-¿Y tanta gente es normal? pregunto ingenuo.
-¿Tanta gente? A veces hay mucha más.
Pues nada, pensé, a lo hecho pecho. Cojo número, el 182, miro alrededor para comprobar que no hay sitio para sentarme y elevo la mirada para ver el último número al que habían llamado... ¡Oh!, el número 96, ¡casi 100 números por delante! Así empezó y así terminó, casi dos horas después, sentado finalmente bajo uno de los aparatos de aire acondicionado, "La desaparición de Stéphanie Mailer" en ristre y mucha paciencia, muuuuuucha. Conversaciones a la que es imposible hacer oídos sordos, niños llorando -los entiendo-, móviles, gente entrando y saliendo. Dos horas de lectura para encontrarme, finalmentee, con la señora de la mesa nº1, extremadamente amable y expeditiva, que me resolvió el papeleo a lo sumo en 10 minutos. Ella, que igual que yo aguantaba el tiempo, pero en su caso trabajando, me atendía con una sonrisa en la boca y una amabilidad exquisita. Aún así, después de las dos horas de espera, salí feliz de la oficina, créanme.
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