martes, 11 de septiembre de 2018

PEQUEÑA CRÓNICA PORTUGUESA

Pasar las horas muertas en un aeropuerto es un asunto de lo más pesado, cada vez más. Si viajar es un placer -y que siga siéndolo hasta que el cuerpo aguante-, esperar la salida del avión se hace tedioso y muchas veces hasta insoportable. Uno echa mano de lo que tiene más cerca cuando ya pasear dando vueltas como un tonto se hace aburrido: libro, iPad, móvil, crucigramas y el enésimo vistazo al panel que anuncia el número del mostrador de facturación o la puerta de embarque. Por otro lado, es tanto el bullicio del personal que deambula por cualquier rincón que uno no puede evitar fijarse, y más si se trata de alguien como yo que es un gran observador. Es interesante ver cómo las modas se van asentando entre las personas, ya sean absurdas, incómodas, más feas o más bonitas; si Beckham inventó la metrosexualidad y puso de moda, hasta la saciedad clónica, los pendientes de brillantes (bueno, los de él, el resto de bisutería) y los tatuajes, ahora se va implantando otra, esta vez exportada por jugadores de la NBA: las cholas con calcetines. Muy cómodo debe ser caminar con el pie resbalando a cada paso, pero allí está, dentro de poco será algo tan normal como las esclavas havaianas que se han implantado en los meses veraniegos.
Así he pasado la vuelta, ayer por la mañana, en el caluroso aeropuerto de Lisboa después de cuatro días de asueto. Tres días visitando la ciudad y el penúltimo Sintra. No puedo quejarme, el viaje me gustó, pero la cantidad de turismo es tan exagerada que en algunos momentos me resultaba muy desagradable.El transporte público -tranvías y guaguas- repleto, colas para entrar en las tiendas, monumentos atestados, gente, gente y más gente. 
Bajarse del tren en Sintra y salir de la estación es encontrarse con un muro de vendedores de todo: excursiones, tours, taxis, jeeps descapotables, pequeños vehículos... menos mal que ahí no tienen a pobres burros como en otros lugares. Sintra es un parque temático gigante coronado por el Palacio Da Pena, un pastiche espectacular que, además, es Patrimonio de la Humanidad. De allí el Castelo Dos Mouros, caminata por la ciudad, Palacio Nacional y de vuelta a Lisboa.








Lisboa es preciosa, no cabe duda, viva y decadente a la vez, vieja y joven a partes iguales. Pasear por las calles, si podemos olvidarnos de los turistas (en algunas zonas me recordó al agobio de Venecia) el paseo se hace realmente bonito. Los edificios, sus azulejos, ese gusto por lo recargado y lo simple, por lo sobrio.

Mi encuentro con la ciudad comenzó por un paseo desde el hotel hasta la preciosa Plaza del Comercio, atravesando la Rua Augusta y la Baixa. Turistas y más turistas (sí, como yo, cómo negarlo) se cruzaban conmigo en una tarde calurosa pero agradable, que terminó regresando al hotel por la Rua Dos Franqueiros. Cena en un japonés y a dormir. 
Mi intención, como ya había adelantado anteriormente, era ponerme en modo OFF lo antes posible, y lo estaba logrando: otra ciudad, otro idioma, otra luz, otros olores. Claro que Lisboa me ofrecía la oportunidad de visitar una de mis obras preferidas de la arquitectura contemporánea, en este caso de Álvaro Siza, su Pabellón de Portugal de la Exposición Universal del año 1998. Éste sería mi paseo mañanero del día siguiente, el Parque das Nações. Si cuando escribí sobre mi primer viaje a Dublín comentaba que sólo visitando la Biblioteca del Trinity College ya valía la pena viajar a Irlanda, en este caso diría lo mismo de Lisboa, el pabellón de Siza es simplemente maravilloso. No sólo por el alarde constructivo, que lo es, sino por su geometría, el espacio que crea, su sobriedad y elegancia. Podría estar un día entero dando vueltas alrededor, paseando por debajo de la lona de hormigón o estudiando cada detalle de sus azulejos.











Imbuido del espíritu de Álvaro Siza y del agradable espacio allí creado, el siguiente punto de parada fue Belem, adonde llegué en guagua ¿o fue en tranvía? absolutamente lleno de gente. Monasterio, Torre, Monumento, cual turista recorrí una por una las bellezas que ofrece la zona. Los turistas somos gente predecible, vemos lo que se supone que debemos ver, como corderitos hacemos interminables colas (bueno, en este caso soy una excepción), compramos en las mismas tiendas... Mientras esperaba el transporte para regresar al canto me fijé que frente a la parada se encontraba una pastelería con el consiguiente toldo que anunciaba la antigüedad del negocio -finales del XIX, creo recordar- y la cola para comprar los susodichos Pasteles de Belén daba la vuelta a la manzana. Pasteles, realmente sabrosos, que se venden en cada una de las esquinas de Lisboa.





Ya, como despedida, último paseo por la ciudad fotografiando las magníficas fachadas alicatadas (¡qué técnica en colocar azulejos en suelos y paredes!), cena en un restaurante nepalí muy rico y finalmente partido de Osaka y Serena del Open USA en el hotel. Un fin de semana corto pero intenso.



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