Otra vez Bambi
De momento, en España, ganan sin esfuerzo aquellos que
aplauden los festejos populares en los que semaltrata o mata a un animal.
Madrid 14
JUL 2018 - 19:22 CEST
Llega julio y es matemático: salen los mozos a defender la Fiesta con la
misma bravura con la que salen los toros del toril. Defienden
las corridas, los encierros, la liturgia de la sangre y la nobleza que, al
parecer, dicha tradición conlleva. Salen los mozos precipitados, tempraneros,
se manifiestan en la defensa de las fiestas taurinas mucho antes de que alguien
escriba una opinión en contra, valientes sin necesidad o, como ahora se dice,
políticamente incorrectos, hacen correr ríos de tinta acusando a los amantes de
Bambi de querer amargarles una diversión tan genuina. Más que pasión es furia
la que muestran los mozos en sus palabras, tanta que el ministro de Cultura,
recién estrenada su cartera, tuvo que amagar y suavizar su pasado de ponente
animalista. Que nadie se extrañe. Si el ministro se hubiera metido en ese
jardín no hubiera durado dos días. Y ya fue suficiente con el anterior que tuvo
que pedir perdón por no ser futbolero (aunque
al final su salida fuera por cuestiones
fiscales). Honestamente, creo que a un ministro de Cultura se le
perdona más en nuestro país que no lea un libro a que se atreva a disentir de
los espectáculos nacionales. En cuanto al cine, se solventa con ver Cine de Barrio.
Llegan estas fechas y es que da como susto escribir sobre la
crueldad de algunas imágenes brutales que te llegan de los encierros españoles (incluyo a
Cataluña). Son escenas que tiene una en la memoria de cuando era niña y veía
pasar desde el balcón a los toros huyendo de los mozos que disfrutaban
haciéndoles perrerías en un tiempo en el que nadie en mi entorno había
pronunciado la expresión “maltrato animal”. Daba miedo el sonido que hacían las
patas del animal contra el suelo, la sangre brotando del lomo y la saliva
gruesa deslizándose por la lengua, daban miedo también el sudor de los mozos
que aún exhalaban el alcohol de la noche anterior, los gritos de las mujeres,
las onomatopeyas con que los muchachos provocaban a los animales y los palos
golpeando los cuernos. Era un espectáculo que me provocaba estupor, porque
intuía en aquello una especie de bautismo de brutalidad. Yo crecí, desarrollé
una personal sensibilidad hacia los animales, al margen de cualquier grupo
organizado, pero algunas de las personas que quería entonces y luego, ni peores
ni mejores que yo, siguieron disfrutando de su tradición sin que les quepa la
menor sombra de duda. Están tan seguros de que esa es una manera indiscutible
de divertirse y de defender la identidad de su pequeña patria que entenderían
como una intromisión inaceptable que por decreto se les prohibiera lo que
algunos aseguran estar esperando todo el año. Será el tiempo o la educación en
la empatía con el sufrimiento animal quien ponga fin a esto, en ningún caso una
columna como la que ahora escribo.
Por eso, por lo poco optimista que soy con respecto a ver
algún día el fin de los encierros, me sorprende el desgaste de energía de los
que salen a las columnas de opinión a defenderlos como si tuvieran que hacer
acopio del mismo valor que el que sale a correr delante del toro. La vehemencia
se transforma en agresividad cuando la ejerce quien va ganando, y de momento,
en España, ganan sin esfuerzo aquellos que aplauden los festejos populares en
los que se aturde, vapulea, maltrata o mata a un animal. Tanta defensa de la
incorrección política y lo que desean es que el disidente cierre la boca para
no amargarles la fiesta. Y sí, es fácil ridiculizar a quien ama a los animales,
o a quien se limita a respetarlos, a no perturbar el curso natural de sus
vidas. Es sencillo y muy tópico ya definirlos como idiotas que se han creído
las ficciones de Disney y quiere abrazar cobras y acariciar coyotes: “¡Pero
luego bien que matáis el mosquito que no os deja dormir, eh!”.
Lo molesto es la vehemencia y la repetición de conceptos.
Por estas fechas, los muchachos airados salen a defender lo más subvencionado,
lo más alentado por los Ayuntamientos, lo extra publicitado, lo que disfruta de
una relevante visibilidad en los medios; gritan, a los cuatro vientos hasta
quedarse afónicos, que una ola de puritanismo pretende acabar con la diversión
más auténtica, esa que entiende que la fiesta es transgresión, intercambio de
papeles, desmadre liberador, subversión, desfogue y blablablá. Pero no les
moverán. Eso está claro. Así lleva siendo desde que tengo memoria, y así será
me temo por mucho tiempo; de tal forma que quede tranquila la muchachada.
Aunque presiento que somos muchos a los que no nos gusta este espectáculo,
nuestra voluntad, de momento, vale menos que la suya.
No presumáis, queridos mozos, de arrojo en vuestra defensa
cerrada porque aquí, de momento, camináis de la mano de la autoridad
competente. Y eso sí que es incompatible: ser rebelde y estar subvencionado.
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