Elogio de la amabilidad (o en qué
momento perdimos la cortesía)
La individualización de la vida
social reduce los espacios compartidos, pero la crisis nos ha demostrado que el
sentimiento colectivo y la afectividad permanecen.
https://elpais.com/elpais/2018/07/27/buenavida/1532692022_100111.html?por=mosaico
Cuando uno visita el Palacio Real
de Madrid puede dejarse sorprender con el contenido de sus salones (el edificio
tiene más de 3.400 habitaciones), pero es inevitable acabar reparando en una
particularidad: la ausencia casi absoluta de pasillos. Las estancias se
conectan unas con otras, de modo que la manera más habitual de ir de una
habitación a otra cinco estancias más alejada es atravesando todas y cada una
de las cámaras interpuestas entre ambas.
El Palacio Real es una
construcción del siglo XVIII, una época en la que la intimidad, que hoy es todo
un derecho, no era ni siquiera un valor. Por eso no existen los pasillos:
porque las habitaciones no eran tanto espacios privados como estancias de
tránsito donde socializar y ser amable. Y con la corte como modelo de
comportamiento, los hábitos de la corte —la cortesía— no eran tanto un trámite
como una forma de hacer.
En el mundo actual —donde la
conciencia individual es dominante— la cortesía, entendida como la amabilidad
en las formas entre personas, se ha perdido. Encontrarse con un "buenos
días", con un "que pase una buena tarde" o con un saludo casual
pero cortés entre desconocidos es una rareza, particularmente en las ciudades
¿Hemos perdido la capacidad de ser amables unos con otros? ¿Vivimos, de alguna
manera, enfrentados a los demás?
Los individuos se distancian de
las instituciones
"Es evidente que en la
sociedad hay una búsqueda de espacios individuales", explica el profesor
de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, José
Antonio Santiago. "No solo de espacios sino de tiempos. Cada vez se
reivindican más los momentos de intimidad, bien para estar con uno mismo o
simplemente para no hacer nada".
La sensación del tiempo propio
como un valor conlleva incluso que el rato de ocio, generalmente empleado para
la vida social, derive en una especie de cadena de montaje: una tarde de
distensión es una tarde de planes consecutivos y cerrados, dibujados en una
agenda. "Las personas quieren rentabilizar su tiempo, lo que provoca una
sensación de estrés", sostiene Santiago. Es así: a veces, relacionarse con
otras personas se convierte en una actividad para la que no tenemos tiempo.
Santiago añade que "hemos
pasado de ser sociedades donde las instituciones ejercían un poder muy fuerte
sobre los individuos a sociedades donde los individuos marcan distancias y
pueden elegir y tomar decisiones que antes les venían dadas por las
instituciones". Un ejemplo está en el cambio del modelo familiar: se ha
pasado de la familia nuclear normativa y de la presión que ejercía ("a ver
cuándo te casas", "¿para cuándo los hijos?") a un modelo que
acepta lo que antes estaba estigmatizado, como puede ser el de las parejas que
no se casan, las madres solteras, las parejas del mismo sexo o, incluso, la
soltería elegida.
El Estado del Bienestar y el
"atrévete"
No obstante, el profesor de la
UCM opina que hoy en día no existe una sociedad más egoísta, sino que es la
propia sociedad la que fomenta la individualidad. "Hay un cambio de
relación entre la sociedad y el individuo. Porque es el propio entorno el que
impone a las personas un discurso individual: sé tú mismo, sé responsable,
atrévete, busca la realización personal".
A la sociedad individual que
habitamos se le suman las contradicciones del beneficio que supone el Estado
del Bienestar, al menos antes de la crisis económica. En su libro, Un individualismo
placentero y protegido (Deusto, 2010), los profesores Javier Elzo y María
Silvestre señalan una paradoja que se manifiesta en la sociedad española:
"La protección viene de la mano de una concepción del Estado de bienestar
protector y prácticamente omnipresente (…) El individuo se afirma en su
principio de libertad individual, pero se protege desde una concepción
universalista del papel del Estado social". Esto es, como sociedad
individualista anteponemos nuestros deseos a los de los demás, pero sustentamos
esa libertad en las obligaciones de un Estado que, en ocasiones, damos por
supuesto y del que no nos sentimos obligados a participar.
El trabajo de Elzo y Silvestre
señala además que la evolución del grado de satisfacción de la sociedad
española entre 1981 y 2008, fundamentado en el Estado del Bienestar, no
alimentó la confianza entre las personas: si en 1981 el 61% de la población
afirmaba ser prudente a la hora de confiar en la gente, en 2008 esa cifra
aumentaba tres puntos, hasta el 64%. ¿Cómo se puede ser amable con alguien en
quien no confías?
La vuelta a la afectividad tras
la crisis
La crisis económica que detonó en
2008 cambió el sentido del estudio de Elzo y Silvestre, al punto que en 2014,
dentro del Informe sobre exclusión y desarrollo social en España de la
Fundación Foessa (Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada) redefinía el estado del
individualismo placentero y protegido como individualismo no placentero y
desprotegido. Este nuevo estudio recoge que el 52% de la población
sentía que había descendido de clase social económica durante la crisis.
Ante el fallo del Estado del
Bienestar se estableció un discurso de la queja, de la protesta, que de alguna
forma renovó la confianza en las personas. La amabilidad, entendida como la
afectividad entre iguales, regresó cuando nos sentimos individuos, sí, pero
desprotegidos, cuando empatizamos de nuevo con los problemas colectivos.
Movimientos como el 15-M, o el posicionamiento del feminismo como valor en las
sucesivas manifestaciones del 8 de marzo o ante la sentencia del caso de La
Manada muestran que la afectividad, que la amabilidad, permanece. De no existir
sería imposible que hubieran surgido lemas como "yo te creo,
hermana".
"Vivimos en sociedades de
individuos, pero con una fuerte implicación afectiva", subraya José
Antonio Santiago, que apostilla: "El problema es cómo canalizarlos en
acciones colectivas". Para el profesor de Sociología estamos lejos de ser
"una sociedad atomizada", y pone como ejemplo la actitud ante los
mayores en situación de dependencia: "Todo lo que tiene que ver con los
cuidados todavía es una cuestión que se vive muy de puertas para adentro",
en un núcleo de afecto y amabilidad. Es la consecuencia, explica, de que el
Estado del Bienestar español se nutra del modelo de familia mediterráneo. Del clan,
dicho en lenguaje plano.
Del individualismo a la
singularidad
La pérdida de la sociedad cortés,
amable en las muchas situaciones sociales de ocio o de obligación compartidas,
y la defensa del individualismo no son el punto final de nuestra relación con
los demás. El sociólogo francés Danilo Martuccelli defiende la existencia de
una sociedad singularista, que sostiene que las singularidades del individuo le
distinguen ante la idea de que nuestras vidas están estandarizadas y que con
una vida social más compleja es más difícil encontrarnos con iguales. Dicho de
otro modo: por estadística, una persona con una afición muy concreta
—coleccionar sellos prusianos del XIX, por ejemplo— difícilmente encontrará en
su entorno próximo individuos que compartan su afición, pero se aferrará a esa
particularidad, a esa singularidad, como factor diferencial del resto.
La de Martuccelli es una idea que
comparte Santiago, que pone como ejemplo los objetos de consumo: cada vez son
más singulares. "Pensemos en la música: antes, cuando querías escuchar una
canción tenías que comprarte el disco, todo el disco. Ahora, creas tu propia
lista, canción a canción en Spotify, y la compartes, sin necesidad de comprar
el disco". Sucede lo mismo con determinada alimentación. El chocolate ya
no es solo chocolate: hay diferentes tipos, tamaños, mezclas y texturas para
atender, precisamente, a las demandas singulares.
"La vida social —prosigue el
profesor Santiago— lleva consigo este proceso de singularización, que es
paralelo al de estandarización. Estamos rodeados de singularidades que
dificultan encontrarse con iguales en la misma situación que uno.
Contrariamente, para los obreros de fábrica del XIX era fácil encontrarse entre
sí: compartían sueldos, trabajo, horarios y procedencia". Y es
precisamente en el XIX cuando emergen los movimientos sociales de corte obrero.
En el siglo XXI, al reducirse esas tareas colectivas y extenderse las
individuales y, posteriormente, las singulares, es más complejo empatizar con
situaciones ajenas y ser amables. Y en consecuencia se multiplica la actitud de
ver al otro como un ser ajeno: "Es tu problema, no el mío".
La ventana digital
Cualquier mirada a las relaciones
asociales actuales tiene que pasar por la ventana digital: internet y las
diversas redes sociales. En la sociedad singularista de Martuccelli, es el
entorno digital el que permite establecer relaciones entre individuos
singulares. En primer lugar, porque dan una voz. No hace mucho, antes de la
revolución digital, las voces públicas estaban limitadas a las instituciones: llámense
partidos políticos, instituciones, portavoces religiosos o sindicales. Hoy,
cada persona con acceso a conexión a internet tiene, si lo desea, una voz
pública, y capacidad de encontrar a quien comparte sus intereses. La
construcción de nuestro entorno social no es ya por proximidad física o por las
circunstancias vitales. La proximidad se produce en una dimensión digital. Nos
buscamos más que encontrarnos en canales diferentes de los tradicionales, y con
códigos afectivos distintos.
Así que pese a todo seguimos
siendo una sociedad amable, aunque de un modo distinto: menos formal en las
distancias cortas. Tal vez se ha perdido la costumbre de saludarnos cada
mañana, pero la fuerza de los movimientos colectivos demuestra que los lazos
afectivos sociales mantienen su vigor. No somos una sociedad amable en el
sentido cortés, porque nos hemos construido como una sociedad de la urgencia,
de la falta de tiempo, del estrés. Y quizá por eso no nos queda tiempo para
darnos los buenos días. O eso creemos.
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