lunes, 7 de julio de 2014

THOMAS WOLFE

El mejor fracaso de América
Maestro de la narración breve, viajero, compulsivo, alcohólico y admirado por Faulkner, Hemingway y Scott Fitzgerald, levantó una obra poderosa y enigmática de la que se han sentido deudores varias generaciones de escritores estadounidenses. 

William Faulkner no sólo consideró a Thomas Wolfe el mejor escritor de su generación, sino el mejor fracaso de la narrativa norteamericana de aquellos primeros compases del siglo XX. Y así fue. El joven Wolfe murió joven: 18 días antes de cumplir los 38 años, el 15 de septiembre de 1938. Alcanzó reconocimiento, pero su escritura apuntaba a algo mucho más sideral que no pudo concretarse. Estaba programado para convertirse en un puntal imprescindible del ferial de escritores en el que convivían Scott Fitzgerald, Hemingway, William Styron, John Dos Passos, Henry Miller. Y, después, Carson McCullers o Warren Penn. Hay más, pero así está bien.
La existencia de Wolfe no fue extremadamente mala. Ni certeramente buena. Sí fue escasa. Escribió con pulsión inagotable. Todo en él era folio y letra, como si adivinara que el tiempo iba a escapar antes de tiempo. Teatro, poemas, relatos, novelas, viajes. Todo empieza en él por la palabra, con qué fuerza. Miles de páginas escritas que, en muchos casos, tuvieron un extraordinario decantador: Maxwell Perkins, el editor que pulió tantos de los párrafos de Wolfe para sacar del bosque adentro los jardines de su narrativa. "Mi defecto principal es que escribo demasiado. No solamente ese poco que es lo esencial, sino que me dejo llevar por mi entusiasmo para realizarlo extensamente y bien contado", dijo el autor. Así fue como una novela principal como 'Del tiempo y el río', publicada en 1935, alcanzó su mejor temperatura tras la atención, la tijera y la capacidad de persuasión de Perkins. Como hizo también con su primera pieza literaria, 'El ángel que nos mira' (1929).
Pero donde Wolfe pisa cumbre es en sus novelas breves, que en España comenzó a rescatar la editorial Periférica en 2011 con la publicación de 'El niño perdido', a la que siguió 'Una puerta que nunca encontré', 'Especulación' y, ahora, 'Hermana muerte'. Cuatro percepciones de un presente, el de Wolfe, donde el autor se instala de manera decidida con la carnadura de su biografía por delante, siempre con la conciencia clara de que "el modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean...". Y así fue en su caso. Pocos tan dotados para la literatura, ni con talento más caliente, ni con mayor calidad poética en la prosa. Pero no pudo ser.
Thomas Wolfe fue un sureño de Carolina del Norte. Gigantón, obsesivo, bebedor, viajero. Hijo de un cantero con negocio de lápidas fúnebres y de una agente inmobiliaria que regentó casas de huéspedes. La principal de todas ellas fue la conocida como Old Kentucky Home. En esta se crió el escritor, junto a seis de sus ocho hermanos. Allí empezó a tomar conciencia del mundo. Fue a la universidad de su estado y después pasó a Harvard, donde se graduó en Dramaturgia. El teatro fue el peldaño primero de su insaciable entusiasmo creativo. Pero sucedía que algunas de aquellas obras iniciales se desbordaban complicando la puesta en escena. Aun así, logró estrenar 'Las montañas' en 1921.
Todo aquello en lo que Wolfe fijó las córneas fue materia de su escritura. Y dos de los protagonistas de sus novelas (en distintos periodos), Benjamin Gant y George Webber, son de algún modo él mismo. Porque siempre se narró desde dentro, desde su jurisdicción, desde lo inmediato de sí mismo, tan irremplazable en su obra novelística de largo caudal como en las narraciones breves. 'El niño perdido' es una reflexión sobre la infancia, la memoria intacta de la niñez y ese andar descalzo que jamás será tan cierto. El relato, a cuatro voces (donde una es él mismo) hurga en la muerte de su quinto hermano, Grover, a los 12 años, de tifus. Aquella fue una de las experiencias más brutales que experimentó el escritor. Grover era su hermano preferido. El faro de costa de su infancia. Firme, silencioso, reflexivo, diseñado y colocado en la infancia de Wolfe como un quinqué. Y de ahí el temblor de la prosa y la capacidad de evocación del pasado, donde la vida se asume como el agua que se intenta mantener en el cuenco de dos manos juntas.
El amor imposible
La escritura de Wolfe es un refugio donde la belleza, la intensidad y la observación del presente coinciden en igualdad de condiciones. La muerte es otro de los temas de la vida y la obra del autor de 'You can't go home again' (novela que apareció tras su muerte). Quizá uno de los nervios de su desmesura lírica. De ahí el galope con el que afrontó cualquiera de los asuntos que le importaron, con esa forma suya tan espectacular y encendida. También en el amor. Quizá con el único que tuvo en su vida. O, al menos, el único de esa incalculable dimensión, capaz de empujar a los amantes al extravío, a la locura. Ella era Aline Bernstein, diseñadora, mecenas, casada con un tiburón de Wall Street y 18 años mayor que el escritor.
La conoció al regreso de su primer viaje a Europa. Wolfe tenía 25 años y estaba recorrido por el calambre de las letras. A ella le dedicó su primera novela y un vasto epistolario donde se puede seguir el rastro del autor de 'Especulación': desde sus borracheras insondables a su descubrimiento de Europa. Hasta en seis ocasiones viajó Thomas Wolfe a este otro lado del mundo.
Pero más allá de sus peripecias, hay algo en este hombre que lo distingue respecto a la mayoría de los autores de su generación: él sabía emocionar desde una prosa eufórica en lo lírico. 'Hermana muerte', el volumen publicado ahora por Periférica, es un buen ejemplo. De nuevo la estructura de los cuatro relatos. Pero esta vez, a diferencia de 'El niño perdido', el hombre que observa es el mismo Wolfe. Y lo que viene a contar son las cuatro muertes de las que fue testigo en sus primeros meses en Nueva York. Cuatro muertes absurdas. Cuatro cadáveres anónimos. Cuatro destinos fatalmente astillados y con un cordaje común: todo sucede en el mes de abril. Aquel mes que el poeta T. S. Eliot señaló como el más cruel.
"La calle entera estallaba de vida ante mí, como le habría ocurrido a cualquier otro joven del mundo en ese instante. En lugar de verme aplastado, asfixiado bajo el resplandor arrogante de la ciudad, hecho de poder, riqueza y multitud que bien podría haberme tragado como un átomo indefenso, sin dinero, sin esperanza, sin nombre, la vida se me presentaba como un desfile glorioso y un carnaval, una fastuosa feria en la que me movía con certidumbre y júbilo". Así es el estilo volcánico de Thomas Wolfe. Y este conjunto de cuatro estampas, según Faulkner, "uno de sus textos más hermosos y enigmáticos".
Esa es la palabra: enigma. En este hombre, cadáver prematuro, crece una extrañeza que no se extingue: ¿Qué sucedía por dentro de su cabeza al echarse a escribir? ¿Qué hipnosis? ¿Qué ambición? ¿Qué alquimias? ¿Qué agonía? Solitario e intempestivo, Wolfe jamás ocultó su conciencia de desarraigo. Quizá esté ahí uno de los ángulos de su poética exaltada. Parecía escribir con un ojo en el microscopio y otro en el telescopio. Acercando el detalle y alejando lo superfluo.
Contra la especulación inmobiliaria
Así hizo, de nuevo, en otra de sus excelentes narraciones breves: 'Especulación'. Una poderosa denuncia del boom inmobiliario previo al crack de 1929. Un relato que no sólo habla de una crisis pionera, sino de un presente (nuestro) que se asemeja a ella sin metáforas. Un profesor regresa a su pueblo y observa cómo los mejores lugares han sido mutilados, despojados de su belleza en beneficio de un nuevo paisaje de tiendas, talleres, edificios de viviendas, aparcamientos y moles de oficinas. Wolfe lanza la literatura como el espejo de una pesadilla, una vez más.
Pero algo sucede cuando la recepción de su trabajo no coincide con el éxito del que goza la insigne cofradía que lo reconoce como un referente esencial. Ray Bradbury, Jack Kerouac y Philip Rothaseguraron en algún momento su deuda con él. Como antes Hemingway y Fitzgerald, entre otros.
Disfrutó de algún entusiasmo en vida (la crítica recibió bien sus textos), pero sabía que no formaba parte de la gloria casi inmediata de aquellos jóvenes coetáneos que sí llegaron a la cumbre. Incluso escribió a Scott Fitzgerald, quejoso, porque en las entrevistas reconociera a un maestro en Flaubert y no dijese en público lo que algunas veces le había confesado a solas: que él era otra de sus influencias principales. Había en Wolfe, claro, algo atrabiliario que se manifestaba en todos los frentes de la existencia: desde la literatura a la amistad.
Y para no romper el caudal vitamínico con el que asumía la tarea de vivir, en 1938, pocos meses antes de morir, entregó a su segundo editor dos voluminosos manuscritos para que los enviara a la imprenta. Nunca los llegó a ver publicados. Eran los originales de 'The web and the rock' y 'You can't go home again'. Semanas después inició una expedición disparatada y ambiciosa: recorrer en poco más de tres semanas 10 parques naturales de EEUU para contarlo en una serie de reportajes. Aquella aventura lo terminó de quebrar (el alcohol fue su otra dinamita). Los médicos, tras la hazaña, le sugirieron reposo absoluto pero él prefirió viajar a Seattle. Allí sufrió una neumonía que se agravó en un tren con destino al Hospital Johns Hopkins de Baltimore (institución que había comprado la propiedad de la clínica en la que años antes había fallecido Edgar Allan Poetras varios delirium tremens). Allí soltó el último aullido 18 días antes de cumplir los 38 años. Trepanado y vaciado por una tuberculosis miliar.
Lo último que escribió antes de morir fue una carta a su antiguo editor, Maxwell Perkins, para agradecerle la única verdad de la que pudo estar seguro: "A ti te debo todo". Thomas Wolfe fue de esos escritores auténticos por vertiginoso. Y quizá también por fieramente frágil. Uno de los arquitectos literarios de esa América perdida que quizá nunca existió más que en su literatura.
Una generación de hombres solos
Un comentario casual de un mecánico francés sirvió para definir a una de las más renombradas generaciones literarias. "Generación perdida" fue la expresión utilizada por el dueño del garaje dondeGertrude Stein había llevado su automóvil para definir al holgazán joven aprendiz que no lo había reparado a tiempo. La ocurrente definición sirvió a la autora de la 'Autobiografía de Alice B. Toklas' para bautizar a todos sus compatriotas -los Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos...- que tras la Primera Guerra Mundial pululaban por París. Aunque no directamente relacionado con esta generación, uno de los jóvenes aspirantes a novelistas que también se perdió por París en aquella década prodigiosa fue Thomas Wolfe, aunque prefirió establecerse en Londres donde comenzó a escribir su primera novela tratando de imitar, como el propio Wolfe afirmó, algo del Ulysses de James Joyce. La narrativa de Wolfe -dramaturgo y poeta en sus primeras composiciones artísticas- resulta ser una de las más representativas del momento literario que se vivía en los Estados Unidos. Henry James, y no digamos Mark Twain, representaba la vieja escuela que se debía superar, modernizar; la Guerra Mundial había dejado al descubierto las miserias humanas y la Humanidad perdió definitivamente su inocencia conformando una realidad social y personal que en nada se parecía a la del siglo anterior; en filosofía el alemán Martin Heidegger recuperaba los postulados del danés Sören Kierkegaard iniciando una corriente filosófica, el existencialismo, que se extendería hasta las postrimerías del siglo pasado. En este 'zeitgeist', no sé si de nihilismo pero definitivamente de incertidumbre, se escribirán algunas de las obras más sublimes de la literatura norteamericana en particular y mundial en general. En aquel mismo año de 1929 en que Thomas Wolfe publicó su primera y reconocida 'Look Homeward, Angel' ('El ángel que nos mira'), William Faulknerpublicó 'El ruido y la furia' y Ernest Hemingway 'Adiós a las armas'; la cosecha del siglo para cualquier enólogo. Paradójico que sea Wolfe uno de esos autores que parecen olvidados por lectores y crítica (en España, en 1994, la profesora María Teresa Feito realizó una excelente tesis doctoral estudiando el personaje de Eugene Gant) cuando su influencia resulta patente no sólo en los autores de su generación, sino también en otros más próximos comoKerouac o Bukowski e incluso me atrevería a mencionar al propio Salinger; y cuando menos llamativo que Wolfe ostente el título de ser el autor con mayor número de obras póstumas publicadas -tras su muerte se publicaron los otros dos títulos más importantes de su canon: 'The Web and the Rock' (1939), y 'You Can't Go Home Again' (1940). Más allá de la concurrencia temporal poco tienen que ver los personajes de Fitzgerald retratándonos la opulenta sociedad de Nueva Inglaterra con los provincianos personajes de Faulkner, la clase trabajadora y sindical de Steinbeck o los exiliados, alocados y atrevidos jóvenes de Hemingway. Sin embargo todos ellos tienen en común la soledad. El millonario Gatsby está solo, lo mismo que el desarrapado Tom Joad al verse obligado a abandonar su familia en 'Las uvas de la ira', o el viejo Santiago tratando de atrapar su pez, como solo y perdido en su propio universo de silencio está el retrasado Benji. Representan la soledad del hombre moderno, sin referentes morales y/o éticos tras los horrores y tragedias de la guerra... Es la soledad que encarna de manera singular Eugene; el interrogante sobre quién de nosotros no es un extranjero a lo largo de toda su vida y se encuentra en absoluta soledad se plantea en la primera página ("Nake and alone we came into exiles... Which of us is not forever a stranger and alone?"). El número de personajes descritos o mencionados supera los 300. Esa vocación de totalidad, de encontrar las respuestas a unos interrogantes a medio camino entre la probabilidad y la posibilidad -entre el romance y la novela si atendemos a Hawthorne- en un desesperado intento por reformular el mundo, es lo que convierte a Thomas Wolfe en un escritor singular y único. Así lo entendió Faulkner, quien tras la prematura muerte del novelista a los 37 años (15 de septiembre de 1938) afirmara que se trataba del autor con mayor calidad artística de su generación, algo que implícitamente había sugerido Sinclair Lewis en su discurso de aceptación del Premio Nobel (1930) al nombrarlo como un futuro receptor del mismo galardón. / JOSÉ ANTONIO GURPEGUI

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