El cementerio del bosque en Estocolmo: un paseo al borde de la vida
Publicado por Pedro Torrijos
Publicado por Pedro Torrijos
Ah, Estocolmo.
La ciudad de… de… sí, déjenme que lo piense… de… vaya, esto…
¿de ABBA? No sé, no sé; solo uno de los cuatro Zipi y Zapes es nacido
allí. ¿De Dolph Lundgren? No creo, este tío es ruso, que lo sé yo, a mí no
me engañan. Veamos, podría decir que es la ciudad de Joey Tempest, pero se
me eriza el pelo (guiño) solo de pensarlo. Ya sé, es la ciudad de Los
hombres que no amaban a las mujeres, donde la malencarada Lisbeth Salander
impartía justicia cual remedo emo-punk-gótico-hardcore de Charles Bronson.
Por añadir algo a tan exhaustiva descripción urbana, diré
también que Estocolmo es la capital de Suecia, una ciudad que se extiende sobre
un sistema de penínsulas y archipiélagos junto al Báltico, poblada por suecas
guapas y a la moda y por suecos igualmente guapos y aún más a la moda. En
verano hay muchas horas de sol y en invierno muy pocas, con lo que estos suecos
y suecas no tienen más remedio que encerrarse en sus casas para engendrar
suequitos aún más guapos y posiblemente aún más a la moda, que crecerán
perfectamente preparados para mirar por encima del hombro a los habitantes del
resto de países escandinavos.
También es la ciudad donde nació Greta Garbo, donde se
entregan los Premios Nobel y donde se levantan algunos edificios estupendos
como el Ayuntamiento (Ragnarg Östberg, 1923), estandarte
del Romanticismo nacional sueco —muy estandarte y muy nacional, con ese pedazo
de Tre Kronor dorado en lo alto de la torre—, la sede del periódico Dagens Nyheters (Paul
Hedqvist, 1964), o el Museo de Arte Moderno ((Rafael Moneo, 1998;SDL, 2004).
Ah, y Estocolmo es la ciudad donde se conocieron Erik
Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz.
Asplund en 1940 y Lewerentz en 1962.
A bocajarro para los lectores que no lo conozcan: Asplund
fue el padre de la arquitectura moderna escandinava. Y como padre, tuvo sus
hijos: Alvar Aalto lo consideró su mentor, Arne Jacobsen le
reinterpretó, Jørn Utzonquiso ser como él y Sigurd Lewerentz, que fue su
mejor amigo, acabo enfrentado con él. Construyó un puñado de edificios en Suecia, como la
ampliación del Ayuntamiento de Gotemburgo; o en la propia Estocolmo, como la
Biblioteca Pública, ya mencionada en esta revista.
También construyó, junto a Lewerentz, un edificio que no es
un edificio en una parte de Estocolmo que ya no es Estocolmo. En 1994, la
UNESCO lo declaró Patrimonio de la Humanidad, aunque no está en muchas guías
turísticas. Se trata de Skogskyrkogården, el Cementerio del Bosque, y es
uno de los lugares más especiales que existen en Europa; yo lo tengo muy claro.
1. El bosque y el claro
En 1914, el Ayuntamiento de Estocolmo convocó un concurso
internacional de arquitectura para la construcción de un nuevo cementerio que
debería descargar de uso al ya centenario Norra Begravningsplatsen,
situado en al norte de la ciudad. El lugar destinado era un terreno de casi 100
hectáreas junto a un bosque de pinos y abetos en el barrio de Enskede, al sur
de la capital.
Se falló en 1915 y, de entre las 53 propuestas, se eligió la
de los treintañeros Asplund y Lewerentz, presentada bajo el lema Tallum,
apócope sueco de Pinar. En palabras del jurado, el proyecto había sido
galardonado con el primer premio “[…] por su carácter atento y noble. Valorando
que la característica fundamental de la propuesta es la preservación de la zona
y sus propiedades de singular belleza”.
Efectivamente, los arquitectos concentraban la mayor parte
de las edificaciones junto a un gran claro a la entrada del cementerio, dejando
prácticamente inalterado el bosque.
Vista aérea del cementerio en 1946.
Asplund y Lewerentz habían sido educados en el Romanticismo
Nacional sueco —una especie de recuperación de motivos neoclasicistas y
vernáculos—, pero lo que el jurado no destacó es que el proyecto, en una de sus
manifestaciones esenciales, se articulaba a partir de la oposición de
contrarios. Esta operación era considerada moderna en la época, si bien, como
vimos en el artículo del Panteón de Roma, sus antecedentes
tenían casi 20 siglos y su desarrollo fundamental se había producido en el
Barroco.
Dos contrarios: un gran claro y un gran bosque. Y dentro del
bosque, caminos y otros claros; más pequeños, más recogidos. A veces naturales
y a veces artificiales.
Desde un principio, los arquitectos habían decidido
repartirse el trabajo: Asplund se dedicaría a los edificios mientras que
Lewerentz se encargaría del paisajismo, de los recorridos y de los caminos. Así
que en un pequeño claro que Lewerentz propuso, Asplund levantó la primera
construcción del Cementerio: La Capilla del Bosque.
La capilla en el bosque. Dibujo original de Asplund y fachada.
Terminada en 1918, inicialmente se había concebido
construida en piedra pero, ante lo elevado del coste, Asplund tuvo que buscar
otros materiales. Inspirado por los edificios que había visitado en el parque
de Liselund, en la isla danesa de Møn, decidió que la capilla sería de madera.
Y así fue: un árbol de madera entre árboles de madera.
Porque la metáfora es evidente; no solo la picuda cubierta
rememora a los abetos que la rodean, sino que los propios troncos, recortados
contra el techo del porche de entrada, se mezclan con las 12 columnas que lo
soportan, levantando el edificio entre todos.
Pero también es un claro artificial dentro de un claro
artificial. Asplund se aprovechó de la construcción en madera para manipular
con total libertad materiales y espacios, tabiques y paredes, cubiertas y
techos. De una manera casi posmoderna —décadas antes de la posmodernidad—, el
espacio interior no respeta la envolvente exterior. Así, las fachadas rectas se
transforman en una columnata circular y las faldas a cuatro aguas de la
cubierta permanecen ocultas tras el falso techo. Un falso techo que forma una
cúpula iluminada por un óculo en su cúspide. ¿Les suena?
Sí, el aspecto de la Capilla del Bosque es vernáculo y
romántico —columnas dóricas, cubiertas inclinadas, materiales tradicionales—,
pero el tratamiento es profunda e inherentemente singular: la manipulación de
los elementos en una búsqueda precisa. Porque Asplund busca y genera esa
operación tan antigua que es la compresión-dilatación y, para ello, antecede el
porche, de apenas dos metros de altura libre, a la cúpula interior, de siete.
Una cúpula que además está iluminada desde el cénit. Desde el cielo.
De esta manera, entre la espesura del bosque, el árbol que
es la capilla formaliza un espacio a la altura emocional de su uso.
Planta y sección, porche e interior de la Capilla del Bosque.
Cuando visité la Capilla del Bosque, hace 13 años, se estaba
celebrando una cremación infantil. Recuerdo tener que esperar un rato hasta que
la reducida comitiva salió del edificio. Cuando entré, solo permanecía la
pastora protestante que ofició el sepelio, una mujer de unos 50 años en cuya
cabellera se mezclaba lo rubio y lo cano. Recostada en una de las columnas del
porche, fumaba un cigarrillo con expresión algo ausente. Quizá incluso con la
anestesia de la experiencia no pudo evitar el escalofrío de ver un ataúd tan
pequeño.
2. Lo grande y lo pequeño
O lo vernáculo y lo contemporáneo. O lo sagrado y lo
profano. O lo funcional y lo emocional. O el bosque y el claro. Porque como ya
hemos dicho, todo el Cementerio del Bosque funciona por oposición de
contrarios. Aunque fíjense que he empleado la conjunción “y”; así que quizá los
contrarios no se oponen, sino que se mezclan, se apoyan y se articulan.
En 1937, con el paisajismo de Lewerentz ya terminado, el
Comité de los Cementerios de Estocolmo decidió encargar a Asplund la
construcción de un gran crematorio que se compondría de tres capillas
independientes: la Capilla de la Fe, la Capilla de la Esperanza y la Capilla de
la Santa Cruz.
Tras 20 años desde la Capilla del Bosque, Asplund había
avanzado hacia un lenguaje más contemporáneo. En ese tiempo se había encargado,
entre otros edificios, del plan y los pabellones de la Exposición Universal de Estocolmo de 1930. Exposición que,
con el lema Acceptera!, pretendía, efectivamente, aceptar los postulados
de la modernidad arquitectónica encabezada por Le Corbusier y que
proponían el funcionalismo, la estandarización y la desnudez del edificio como
manifestación del cambio cultural de la época.
Lo grande. La Capilla de la Fe, la Capilla de la Esperanza y la Capilla de la Santa Cruz con el pórtico. Fotografía de Frans Drewniak.
Y así es como aparece el gran crematorio; como un conjunto
de módulos esencialmente prismáticos —aunque la Capilla de la Santa Cruz es
levemente redondeada— con las paredes chapadas en piedra y sin ninguna
concesión arquitectónica al lenguaje romántico o neoclásico. Es absolutamente
moderno.
Y sin embargo.
Y sin embargo el gran crematorio no son los pabellones de
una exposición. Sus visitantes no son turistas y eso es algo que Asplund tiene
muy en cuenta.
Por ejemplo, para que puedan usarse simultáneamente, las
capillas tienen un espacio delantero que las independiza de las demás; un
pequeño patio para las de la Fe y la Esperanza y un gran pórtico frente a la de
la Santa Cruz. De igual manera, cuentan con unas salas de espera laterales
cuyas ventanas miran al paisaje ondulado, tranquilo. Además, aunque el lenguaje
es eminentemente moderno, el conjunto respira una sensación de atemporalidad,
de no pertenecer a ninguna época. De formar parte de cualquier tiempo. De estar
fuera del tiempo.
Y también es muy interesante comprobar cómo, en esa
comprensión global del usuario, Asplund afinó la mirada hasta lo microscópico.
Cada detalle del Cementerio, de cada puerta, de cada patio y
de cada edificio está pensado y cuidado. Desde los más funcionales, como las
albardillas de cobre sobre las tapias o el empedrado bajo el caño de los
canalones, que evita que el suelo se embarre; hasta los puramente ornamentales,
como la escultura en el patio del pórtico de la Capilla de la Santa Cruz o la
cerradura de la Capilla del Bosque, que hace gala de un finísimo humor negro.
Lo pequeño. Cerradura de la Capilla del Bosque, banco quebrado y toldo en la Capilla de la Fe y escultura de John Lundqvist en el hueco del pórtico de la Capilla de la Santa Cruz. Fotografías de seier+seier, Frans Drewniak y Pelle Sten.
Y Asplund también se preocupó de los detalles más
instintivos, más sensibles. Como los bancos, que no son rectos, sino que tienen
un pequeño quiebro, de tal manera que cuando varias personas se sientan no lo
hacen en la misma dirección, sino que pueden cruzar miradas y voces y, de un
algún modo, aliviar parte del pesar compartiendo un momento de reposo.
3. El camino y el reposo
Sigurd Lewerentz murió el 29 de Diciembre de 1975 en Lund a
la edad de 90 años. Construyó un puñado de edificios en Suecia, como la Ópera
de Malmö; o en la propia Estocolmo, como la Sede Nacional de la Seguridad
Social.
En 1937, el Comité de los Cementerios de Estocolmo le apartó
del proyecto y la construcción del gran crematorio, encargándoselo únicamente a
Asplund. Esta situación le llevó a enfrentarse con el que había sido su amigo y
compañero y a abandonar el mundo de la arquitectura durante más de una década.
Aun así, antes de irse, le dejó a Asplund un hermoso regalo:
el regalo del tránsito alrededor de sus edificios. Porque si como dice Bruno
Zevi, el espacio solo puede comprenderse recorriéndolo, el Cementerio del
Bosque es uno de los espacios más delicadamente comprensibles que existen.
¿Saben una cosa? A los arquitectos nos gusta pensar que los
usuarios de nuestros edificios —las personas— se van a comportar como vagones
de un trenecito de feria. Que van a ir por donde nosotros les decimos y que van
a caminar sobre unos raíles invisibles por las rutas que les marcamos. Lo bueno
es que resulta que las personas son personas y hacen lo que buenamente les
viene en gana.
Sin embargo, hay un momento en la vida en el que no se tiene
ganas de nada, en el que deambulas sin darte cuenta de por dónde vas, en el que
miras y apenas ves, en el que te encuentras en un estado emocional fuera del
tiempo. Porque el Cementerio del Bosque sí se puede visitar como un turista —yo
lo hice—, pero Asplund y Lewerentz pensaron en sus verdaderos usuarios; en las
personas que van a mirar a la muerte. En las personas que van a un funeral.
Cuando llegas al Cementerio del Bosque te encuentras con una
tapia de piedra curva y convexa. Caminas resbalando por ella, que te guía y te
anticipa casi obligatoriamente a la puerta.
Entonces aparece el camino. Una estrecha hilera empedrada
que conduce al crematorio.
El Camino de la Santa Cruz. Fotografía de Christian Biller.
Atrás ha quedado el coche fúnebre, que hará un recorrido
mucho más largo, bordeando la tapia y entrando en una pista asfaltada de
meandros por la parte posterior del cementerio. Así, cuando alcanzas el
pórtico, lo ves llegar frente a ti. A la vez, en el mismo momento; pero tras
transitar una distancia tan distinta. Tan distinta.
Después viene el funeral.
Y más tarde no hay nada. Quizá la escultura con los brazos
alzados al cielo bañándose en la luz que cae por el hueco. A lo mejor
vagabundeas sin rumbo por el bosque sin reparar en esa lápida con tantas flores
y que reza “Greta Garbo”; o la de Pelle Lindbergh, que tiene grabado el
logo de los Philadelphia Flyers.
Puede que tu deambular te lleve a la Capilla de la
Resurrección, el único edificio que construyó Lewerentz en el Cementerio del
Bosque.
Por un momento puedes ver su columnata de acceso,
estrictamente neoclásica, aunque su articulación con la nave, sin tocarla, y el
interior de la misma, vacío y limpio, hable más de ese 1926 en el que se
levantó.
La Capilla de la Resurrección y el Camino de las Siete Fuentes. Fotografías de seier+seier y Fredrik Rubensson.
Fuera está el Camino de las Siete Fuentes. Casi 1000 metros
bordeados de abetos. El único camino recto que has visto. Y conduces tus pasos
por él hasta el final, hasta el claro y el montículo que es la Colina de la
Meditación. Hasta un cuadro de Caspar David Friedrich
A la Colina de la Meditación —el lugar más elevado del
Cementerio del Bosque— se asciende por un camino de grava. Es un paseo lento y
leve y tan solo se escucha el crujido de nuestras pisadas sobre las piedrecitas
y el silencio de nuestros pensamientos. Porque tras un funeral, no te queda más
que ese egoísta sentimiento de abandono y, aunque subas rodeado de familiares o
de amigos, es un camino que recorres en soledad.
Una vez arriba te sientas en uno de los bancos y quizá
levantas la vista por primera vez un buen rato. No recuerdas cómo has llegado,
pero a lo mejor uno de esos amigos se ha sentado a tu lado, en el leve quiebro
que tiene cada asiento. Y allí, rodeado de 12 olmos como los 12 meses del año o
las 12 horas de la noche, comienzas a sentir de nuevo la velocidad del tiempo.
Te das cuenta de que son casi los únicos árboles caducos que hay en el
cementerio. Que duermen en otoño. Que renacen en primavera.
Subida y bajada de la Colina de la Meditación. Fotografías de Peter Hellberg y Tobias Lindman.
A la izquierda, al fondo, muy al fondo, se puede ver la
fachada de la Capilla de la Resurrección. A la derecha, quizás una
conversación, puede que algo banal. Más allá, la ciudad.
Y cuando te levantas, posiblemente ya notas a los que te
acompañan, como ellos te notan a ti. Comienzas la bajada por el lado opuesto.
Ya no es un camino de tierra, sino una escalera de piedra; y su peculiar
pendiente —más tendida al principio y más empinada al final— te devuelve en
cada peldaño, en cada toc-toc de tu suela, primero pausado y luego
ágil, a la salida del cementerio. Al metro, a la ciudad y a esa formidable
menudencia a la que llamas vida.
4. Al borde de la vida
Erik Gunnar Asplund fue el padre de la arquitectura moderna
escandinava. Y como padre, tuvo sus hijos: Alvar Aalto le consideró su mentor,
Arne Jacobsen le reinterpretó, Jørn Utzon quiso ser como él y Sigurd Lewerentz,
que fue su mejor amigo, le hizo un hermoso regalo. Y como padre, a todos ellos
—a toda la arquitectura escandinava— les terminó dejando uno de los epítomes de
la figura paterna. Su ausencia.
Asplund murió el 20 de Octubre de 1940 en Estocolmo a la
edad de 55 años. Apenas tres años después de asumir en solitario la
finalización del Cementerio del Bosque. Unos meses tras su inauguración.
¿Y saben otra cosa? A los arquitectos, que somos en general
presumidos y vanidosos, nos gusta poner una placa en la fachada de los
edificios que hemos construido. Nos gusta que los demás sepan quién fue el
creador de la obra; pero sobre todo, nos gusta ver nuestro nombre allí,
indeleble sobre piedra o acero, cada vez que pasamos.
Si entran en uno de los patios a la izquierda de la Capilla
de la Fe, un lugar que es claro, es pequeño y es reposo, podrán ver la placa
que quiso poner Asplund. A mí me gusta pensar que fue su amigo Lewerentz el que
la descubrió, porque el propio Asplund nunca pudo verla. Aún hoy, sobre sus
cenizas, hay un pequeño ramo de flores que la mira cada día.
“Erik Gunnar Asplund. 1885-1940. Hans verk lever (su obra vive)”
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