Esta mañana vi a un pobre perro que caminaba con una de las patas delanteras partida; estaba buscando comida cerca de un contenedor. Me parte el alma ver a estos pobres animales solitarios, buscándose la vida y que, muy probablemente, terminarán muertos en la cuneta de una carretera, solos. Uno desearía tener una casa donde recogerlos, llevarlo al veterinario para que le curasen la pata, quererlo. El corazón va por un lado y el cerebro se aleja del primero:
- ¿y si no se deja coger por miedo? ¿y dónde voy a meterlo en mi casa? ¿y qué hago si mañana me encuentro otro en similares circunstancias? Sí, lo sé, cobarde que es uno. Si pensara sólo en el "ahora" tendría la respuesta, ¿no? Más vale salvar una cosa que ninguna.
Me viene a la cabeza Doña Leo, una señora algo mayor a la que conocí, por casualidad, en el hospital. Al final acabé encariñándome de la señora y seguí visitándola en su casa, una vez le dieron el alta. Cuando conocí cara a cara su realidad me quedé bastante impresionado. Su casa (pobre, pequeña, sucia), sus hijos, uno buena gente y algo corto, la otra cortito, la otra esquizofrénica y que me abría la puerta casi desnuda. Al día siguiente de la primera visita empecé a pensar cómo podría ayudar a Doña Leo y creí que una residencia donde estuviera bien cuidada sería una buena solución. Por aquel entonces había dejado la rehabilitación de su cadera, por lo que no caminaba y, además, tenía una gran hernia que la hacía parecer embarazada. Una vez contactado con un centro para mayores le conté mi idea con la mejor intención.
La respuesta fue clara: si me separas de mis hijos me muero.
Doña Leo se quedó con sus hijos, no volvió a rehabilitación por miedo a que la volvieran a ingresar, no se operó la hernia y murió a las tres años. La última vez que la vi fue en Navidad, hace un par de años, y salí de la casa muy triste.
No podemos ejercer de dios. No lo somos.
Cruel vida ésta.
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