Qué pena morir solo. En una residencia, en una casa, en la carretera. Estas fechas, donde todo son luces, compras y niños felices, consiguen que destaque aún más la soledad que sufren los ancianos en los asilos, sin familia (o con ella, que es peor). Ayer supe del hijo de una compañera de trabajo que los fines de semana se acerca a un comedor social para servir comida a los más pobres. Me parece una manera de emplear el tiempo libre genial y todos deberíamos probarlo alguna vez. Ayudar a los demás siempre es reconfortante, por poco que sea. Ya se sabe que todo lo que no se da se pierde.
Esta mañana muy temprano, a esa hora donde casi no hay calles ni carreteras, conduciendo hacia La Esperanza, me crucé con un pobre gato tirado en la carretera, muerto, y pensé ¿habrá algo más triste que morir solo?
Agradezcamos cada día lo que tenemos: salud, amor, dinero, vida...
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