La izquierda y la derecha comparten una única verdad: hay muchas mentiras. Pero discrepan en cómo atajarlas.
Víctor Lapuente, 27.08.2024
La izquierda y la derecha comparten una única verdad: hay muchas mentiras. Pero discrepan en cómo atajarlas. La izquierda quiere intervenciones severas contra los difusores de falsedades, siguiendo en este asunto la filosofía del Antiguo Testamento: “El que practica el engaño no morará en mi casa; el que habla mentiras no permanecerá en mi presencia” (Salmo 101, 7). La derecha confía en la capacidad de los ciudadanos para cribar lo cierto de lo falso, más en línea con el Nuevo Testamento: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8, 32).
Esta divergencia es síntoma de inteligencia, porque los mismos expertos que nos advierten desde hace años de la propagación de bulos por las redes sociales tampoco han llegado a un consenso sobre cómo frenarla. Saben que vivimos hechizados por falsedades y que eso facilita el racismo y los delitos de odio en nuestras ciudades, amén de la tergiversación de elecciones en muchos países por parte de intereses siniestros. Pero no encuentran la varita mágica para desembrujarnos.
Los estudios y metaestudios muestran efectos limitados de los tratamientos habituales, como verificadores, señales de alarma, rectificaciones o programas de alfabetización digital. Contrarrestar las mentiras con verdades provoca efectos secundarios no deseados: el garante de la verdad puede ser visto como un agente político, y la propia dicotomía verdadero-falso como un dogma ideológico. Las iniciativas mejor intencionadas suelen chocar con el principio de asimetría de la patraña (también llamado ley de Brandolini): la energía necesaria para refutar una patraña es de un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirla.
Y cuando el futuro se oscurece, es bueno mirar al pasado. A la primera revolución mediática, cuando el abaratamiento del papel y la impresión llenaron las calles de periódicos sensacionalistas. Se publicaban todo tipo de bulos, como el hundimiento del Maine por parte de España, que precipitó la guerra hispano-estadounidense de 1898; o que en la Luna había una civilización de hombres-murciélago, tal y como afirmó el New York Sun en 1835. Pero, gracias a la autorregulación de la prensa, el activismo de los jueces y unos lectores hartos de mentiras, el modelo Sun fue reemplazado por el rigor del Times.
Tiene pues razón la derecha en que la verdad no se impone con rápidas medidas del Gobierno, sino con lentas acciones de la sociedad. Pero hagamos algo, como sugiere la izquierda, para acelerar ese proceso. Que no nos cueste otra guerra.
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