El trabajo mata, muerte al trabajo
El pensamiento del postrabajo aboga no solo por mejorar la calidad del empleo, sino incluso por abolirlo. Diferentes ensayos exploran las distintas posibilidades ante una realidad de precariedad, peligros y afecciones mentales ya descrita por las novelas.
Silvia Hernando, 17.08.2024
Después de aquel infausto mordisco en pleno goce del paraíso terrenal, el castigo divino recayó sobre Adán en forma de condena a extraer los frutos de la tierra con el sudor de su frente. Y en la boca de ese infierno mundano que ardió en los campos de concentración nazis, recibía al recién llegado un cartel con aquel tan famoso como torticero mensaje de que “el trabajo te hace libre”. Deberían resultar suficientes, pero no son estas dos las únicas advertencias capitales sobre la inveterada ocupación de —llamémoslo— laborar, trajinar, bregar, currar, ganarse el pan… en fin, esa no pocas veces tediosa actividad, que, en su acepción contemporánea, ya sea de 9 a 5 o en horario partido o por turnos, debería exhibir un aviso legal como las cajetillas de tabaco: trabajar mata.
Trabajar no solo acarrea potenciales peligros físicos y una rampante precariedad con evidentes repercusiones sobre el autocuidado, sino que, incluso en su vertiente menos arriesgada y más generosamente remunerada, conlleva una carga mental que afecta igual de gravemente la salud. Los empleados se declaran cansados, deprimidos, desmotivados, quemados. Hace ya mucho que se especula con que las máquinas se harán cargo de las labores más arduas y también de las que no lo son tanto, y los pensadores más radicales del postrabajo postulan no ya el alargamiento de los periodos de asueto, la mejora de la calidad de los empleos o la retribución de una renta básica universal, sino directamente la abolición del trabajo. Pero aquí seguimos, al pie del portátil, sin ni siquiera haber aprobado la reducción de la jornada laboral a 38,5 horas semanales en España.
En un artículo publicado originalmente en 2013, el antropólogo estadounidense David Graeber soltó la liebre y publicitó un secreto a voces, una realidad que muchos padecen, pero también un tabú del que pocos tienen el valor de hablar: en esta fase decadente del capitalismo, una ingente cantidad de puestos de trabajo —del sector privado, para más señas— resultan completa e irremediablemente inútiles. Son llanamente, tal como Graeber los denominó, “trabajos de mierda”. Como bien saben aquellos que los desempeñan, no es solo que nadie los echaría de menos si no existieran, sino que incluso el mundo sería un poco mejor si no hubiera quien los realizara. Aquel texto viral acabó convertido en un libro de referencia: Trabajos de mierda. Una teoría (Ariel, 2018), un ensayo donde el intelectual, fallecido en 2020, ofrece una definición operativa del término: “Un trabajo de mierda es un empleo tan carente de sentido, tan innecesario o tan pernicioso, que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado fingir que no es así”.
Así, un trabajo de mierda sería el que lleva a cabo la protagonista de El descontento (Temas de hoy, 2023), la primera novela de Beatriz Serrano. Instalada en una amplia oficina acristalada en el centro de la ciudad, Marisa llega diariamente a su puesto como ejecutiva publicitaria —donde se dedica, mayormente, a fingir que se encuentra reunida, visionar vídeos de gatitos y esbozar campañas pretendidamente feministas y tan rompedoramente diferentes como todas las anteriores— envuelta en ensoñaciones en las que fantasea con su propio atropello como vía de escape a una nueva jornada en el subsuelo. Desde el otro lado del escaparate, la vida de esta trabajadora se ve envidiable. En el interior, las proporciones del hundimiento se advierten catastróficas. “Después de leer Trabajos de mierda, me vino la idea sobre un relato que no trata de la precariedad exactamente, sino sobre esa falsa clase media”, comenta la autora, periodista de EL PAÍS. “Me interesaba esa gente que no viene de una familia boyante, sino que es ese tipo de persona a la que le han puesto la zanahoria delante. Marisa entró como becaria, ya se ha comido muchas horas extra sin remunerar, ha tenido que compaginar varios trabajos, y ahora ha llegado a esa posición en la que le dicen que debería ser feliz”. Pero, huelga decirlo, no lo es ni por asomo.
Resulta evidente que Marisa no se siente satisfecha, como tampoco lo está Jaime Rubio, personaje con el nombre del también periodista de EL PAÍS y autor de El informe Penkse (Altamarea, 2023) Jaime Rubio Hancock, una novela desopilante que le saca todo el jugo cómico al sinsentido de la burocracia kafkiana y el sopor inenarrable de la espiral de reuniones sin principio ni fin, cafés insulsos e informes pendientes, una lacra que no solo se ceba con los trabajos corporativos como el suyo, sino también, irónicamente, con los creativos: aquellos que, al menos sobre el papel, deberían proporcionar unas mínimas alegrías a los seres humanos. En su ensayo El informe (Anagrama, 2024) —que también gira, como su nombre indica, en torno a un ridículo dosier por rellenar— la investigadora científica del Instituto de Filosofía del CSIC Remedios Zafra, convertida en referente en asuntos de la desazón laboral desde la publicación, en 2017, de El entusiasmo (Anagrama), plantea un alegato en defensa de la denostada labor intelectual a través de la historia de una trabajadora que durante la mitad del año se dedica a la investigación y, la otra mitad, ejerce de pastora en Francia.
El relato de Zafra comienza en uno de esos laberintos absurdos y desasosegantes donde solicitar algo tan sencillo como un ordenador para trabajar se transforma en una pesadilla administrativa que termina ocupando más tiempo y esfuerzo que el propio trabajo, y evoluciona hacia la degradación y falta de consideración hacia los empleos creativos, esos de los que la Inteligencia artificial se está apropiando en vez de responsabilizarse —como cabría esperar— de las labores más mecánicas y aburridas. En un momento en que la tecnología y el teletrabajo han desdibujado las fronteras entre la vida personal y la laboral, extendiendo la jornada a un continuo que alcanza hasta donde empieza el horizonte elusivo de la jubilación, Zafra advierte de que “no basta con la mera voluntad de un trabajador” para revertir la situación y poner a la tecnología a jugar en favor de la humanidad, sino que “es preciso transformar la filosofía del trabajo mediado por tecnología y proponer cambios a distintos niveles que se pregunten: ¿cómo afecta esto que hacemos a la vida de las personas?”.
Estirada la cuestión hasta el extremo de la alienación, ese es en cierto modo el dilema, o al menos uno de ellos, que plantea la poeta danesa Olga Ravn en su novela Los empleados (Anagrama, 2023). Embarcados en un viaje hacia el planeta Reciente Descubrimiento, los pasajeros de la nave seis mil ofrecen uno por uno sus testimonios anónimos. Algunos son personas; otros, humanoides aparentemente indistinguibles. Todos se inquieren por su naturaleza, su destino y el sentido de la única razón por la que existen ahora: trabajan. “Jamás he sido un empleado”, zanja el Testimonio 031. “Fui creado para trabajar”. Si en esta distopía de personas y máquinas el trabajo se presenta como la única señal de vida, en el drama perfectamente realista de La central (Anagrama, 2024), de Elisabeth Filhol, el oficio supone literalmente un empujón hacia la muerte. En la Francia de los 56 reactores nucleares, los empleados como Yann subsisten a base de encadenar tareas temporales. Siempre en movimiento, duermen en caravanas y hoteles, sujetos a las constantes mediciones de la radiación en sus cuerpos que, si se sobrepasan, les dejan sin empleo y sueldo. ¿Una solución cuando esto ocurre? Realizar un curso para reciclarse como “agente de seguridad y radioprotección”. “Al ocupar el último escalón, por ser trabajador temporal, [cuesta] un mes bruto de salario”, le anuncia la empleada de la ETT al protagonista. Eso sí, que no se preocupe: con todas las “facilidades de pago”.
A diferencia de los trabajos de mierda —ineficaces, pero decentemente pagados—, el de Yann podría catalogarse como un “trabajo basura”, según la escala de Graeber. Su ocupación tiene una utilidad social comprobable, pero las condiciones resultan, cuando menos, desalentadoras. (Cuando más, estos trabajadores son directamente pobres, personas que no pueden costear su mera supervivencia, como los temporeros sin hogar que entrevista Jessica Bruder en País nómada, publicado en 2020 por Capitán Swing). Entrarían en esta categoría desde los empleos donde se violan sistemáticamente los derechos de los trabajadores y los curros-chapuza de la muy contemporánea gig economy —satirizada en novelas como Algo temporal, de Hilary Leichter (Alpha Decay, 2021)— hasta la ancestral y siempre feminizada labor de la limpieza, que tan descarnadamente inserta en el contexto del capitalismo salvaje Eva Baltasar en Ocaso y fascinación (Random House, 2024). No resultan precisamente agradables, pero quedarían fuera los “trabajos sucios”, esos empleos esenciales que el periodista de The New Yorker Eyal Press compara en su ensayo así titulado, Trabajos sucios (Capitán Swing, 2023), con la campaña de exterminio judío emprendida por los nazis: “Algo repugnante y desagradable, pero que los estratos más respetables de la sociedad no rechazaban del todo”. En su libro, Press recorre los Estados Unidos entrevistando a trabajadores de centros penitenciarios con enfermos psiquiátricos, pilotos a distancia de drones asesinos, empleados de mataderos y plataformas petrolíferas…. Quizá, le faltaría incluir algún perfil mafioso del tipo de El consultor (Seix Barral, 2024), de Im Seong-Sun, donde un escritor de crímenes aficionado es contratado por una misteriosa corporación para sacar sus relatos del papel y convertirlos en realidad.
Con raíces en la reforma protestante del siglo XVI y asentado durante la Revolución Industrial del XIX, el trabajo tal y como lo conocemos ha de abordarse como un invento decididamente moderno. No siempre fue así, ni tampoco tiene por qué seguir siéndolo el día de mañana. Como explican Helen Hester y Nick Srnicek en su ensayo Después del trabajo (Caja Negra, 2024), incluso el paradigma de familia que, aun en vías de extinción, continúa gobernando el imaginario popular —a saber, el fruto de la unión del hombre cabeza de familia y la mujer ama de casa—, subyace a la organización del trabajo de época contemporánea. Y en esta estructura, el trabajo reproductivo —fundamental y no remunerado— sigue recayendo en su mayor parte en las mujeres, a pesar de su incorporación masiva al mercado laboral en el siglo XX propiciada por las crisis económicas y los ataques a la clase obrera. “En el libro hablamos de la idea de cuidado comunal”, apunta Hester en un correo electrónico. “Hoy en día, la familia es un sistema de cuidado privatizado tremendamente sobrecargado por las demandas que se requieren de él. No puede y no debería ser el único eje para gestionar tal cantidad de las necesidades de cuidados en nuestra sociedad. Por el contrario, necesitamos promover la transformación y expansión de las relaciones de los cuidados”.
El empleo doméstico, como subrayan los filósofos británicos, ya asciende hasta el 30% del mercado laboral en algunos países. Y aunque parecería que los avances tecnológicos de la pasada centuria como las lavadoras, las planchas… han aliviado la carga de trabajo, lo cierto es que el tiempo y el esfuerzo invertidos —eso sin mencionar el impacto medioambiental— continúan siendo elevados, debido al alza de los estándares de calidad e higiene. “Uno de los objetivos principales de nuestro libro es llevar el movimiento emergente en torno al postrabajo hacia una conversación con el feminismo, porque el pensamiento del postrabajo ha descuidado enormemente el trabajo reproductivo de cuestiones como la cocina, la limpieza y los cuidados, centrándose en trabajos que ya estaban automatizados, en espacios como fábricas, almacenes y oficinas”, explica Srnicek. El propósito final de sus ideas sería la eliminación del trabajo, pero no como una utopía, sino desde una perspectiva pragmática. “En toda sociedad, siempre habrá algún tipo de trabajo que necesite hacerse, un trabajo que, si pudiéramos elegir, optaríamos por no realizar”, señala el autor. “De ahí que la meta de la política del postrabajo sea minimizar en lo posible los esfuerzos requeridos por una sociedad”.
Hasta entonces, al final de la jornada dentro y fuera de casa, después de la tormenta del trabajo nunca llega la calma. Según afirmaba Hester en una reciente entrevista con este periódico, “lo que consideramos tiempo libre no es sino un espacio para la recuperación”. Desacostumbrados como estamos a la verdadera ociosidad, en el tránsito a la sociedad poslaboral urge plantearse cuestiones como la de qué hacer con el tiempo libre. Sobre este concepto reflexiona la artista estadounidense Jenny Odell en sus dos exitosos ensayos: Cómo no hacer nada (Ariel, 2021) y Reconquista tu tiempo (Ariel, 2024). El primero, escrito antes de la covid, propone una suerte de “plan de acción para no hacer nada” que parte de una crítica a un tiempo subjetiva y universal a la economía de la atención. Hasta el último segundo de nuestros días tardocapitalistas puede resultar monetizable, de modo que las redes sociales se han erigido en una forma moderna de esclavitud. Por si esto fuera poco, en estos últimos años, con la pospandemia y el terror del cambio climático, la propia noción que tenemos del tiempo se ha transformado. Es lo que Odell explora en su segunda propuesta: frente a su “encarnación capitalista cotidiana”, incesantemente productiva, aboga por “recuperar su naturaleza fundamentalmente irreductible e inventiva”.
Ya lo dijo el autor anarquista Bob Black en su ensayo de 1985 La abolición del trabajo (Pepitas de calabaza, 2022), cabalgando en la estela del pensamiento utópico de William Morris: sí a la actividad, pero como juego. De lo contrario, “nadie debería trabajar jamás”. Pasemos pues —como insta Black— a la lucha: “Proletarios de todos los países… ¡relajaos!”.
Lecturas recomendadas
David Graeber
Traducción de Iván Barbeitos
Ariel, 2018
432 páginas. 21,90 euros
Beatriz Serrano
Temas de Hoy, 2023
240 páginas. 18,90 euros
Jaime Rubio Hancock
Altamarea, 2023
248 páginas. 19,90 euros
Remedios Zafra
Anagrama, 2024
208 páginas. 18,90 euros
Remedios Zafra
Anagrama, 2017
264 páginas. 19,90 euros
Olga Ravn
Traducción de Victoria Alonso
Anagrama, 2023
144 páginas. 17,90 euros
Élisabeth Filhol
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Anagrama, 2024
136 páginas. 17,90 euros
Jessica Bruder
Traducción de Mireia Bofill Abelló
Capitán Swing, 2020
328 páginas. 20 euros
Hilary Leichter
Traducción de Inga Pellisa
Alpha Decay, 2021
240 páginas. 20,90 euros
Eva Baltasar
Random House, 2024
128 páginas. 17,95 euros
Eyal Press
Traducción de María Ramos Salgado
Capitán Swing, 2023
352 páginas. 24 euros
Im Seong-Sun
Seix Barral, 2024
336 páginas. 9 euros (e-book)
Helen Hester y Nick Srnicek
Traducción de Maximiliano Gonnet
Caja Negra, 2024
288 páginas. 23,50 euros
Jenny Odell
Traducción de Juanjo Estrella González
Ariel, 2021
304 páginas. 20,90 euros
Jenny Odell
Traducción de María Serrano Giménez
Ariel, 2024
512 páginas. 22,90 euros
Bob Black
Traducción de Federico Corriente
Pepitas de Calabaza, 2022
80 páginas. 7,50 euros
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