Los godos del emperador Valente
Arturo Pérez-Reverte
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio
se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos
que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por
diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les
permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de
oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados,
esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes,
aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que
sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para
todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años
después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al
emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus
nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que
quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos
olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para
comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre,
por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y
todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando
invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron
hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su
vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta
lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización
compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el
Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los
derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa),
es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene
fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de
sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo
un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes
comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en
el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde
las palabras Islam y Rais -religión mezclada con liderazgos tribales-
hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los
centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban
nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero
eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen
ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el
sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una
coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura
inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de
controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego.
Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se
transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el
Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro
buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia.
Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia,
esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta
guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social,
religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo
saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a
poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización,
afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos
de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no
fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas
dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler
encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como
lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es
criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como
falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la
realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia
en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los
emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una
enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos,
y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica
de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber
matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como
queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar
económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni
puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer
a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga
intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los
godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades.
Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor,
decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también
históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y
la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por
supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los
godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos
derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que
es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual
Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios
confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual
compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando
una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola
junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para
sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita
mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos
conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van
convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán,
porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las
élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos
analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso
final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas
que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que
anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco
tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y
también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del
hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no
todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos
o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por
igual. Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una
solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces
de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no
se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir
fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad,
lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que
a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos
tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo;
pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el
tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni
yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese
trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de
buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al
que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros
saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes
pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez,
valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo
inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el
mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que
durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por
aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por
estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean
lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen,
romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio.
Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo
nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de
Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida,
hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
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