James Joyce, arriba a la izquierda, retratado junto a su familia. Arriba, su mujer Nora Barnacle, y abajo, su hijo Giorgio Joyce con su mujer, Helen, y el hijo de ambos, Stephen Joyce. BETTMANN ARCHIVE / GETTY IMAGES
Las cartas de James Joyce: una fiesta de la sinceridad en tiempos de pose
La correspondencia del escritor irlandés, de una franqueza acorde con su filosofía literaria y moral, se alzan como la expresión de un espíritu radicalmente libre, tan libre como atormentado.
Anna Caballé, 19.05.2023
https://elpais.com/babelia/2023-05-19/una-fiesta-de-la-sinceridad-en-tiempos-de-pose.html
“Hay algo diabólico en mí que me hace disfrutar destruyendo las ideas que los demás tienen sobre mi persona, demostrándoles que en realidad soy egoísta, orgulloso y desconsiderado”, escribe un jovencísimo James Joyce (22 años) a Nora Barnacle, a quien acaba de conocer, el 10 de septiembre de 1904, justificándose de ese modo por la arrogancia de una carta anterior donde conminaba a la joven (20 años) a que se dejara de pudores y de corsés intimidatorios: “¿Por qué te pones esos malditos trastos?”. Un poco más adelante insistirá: “No me gusta abrazar buzones”. No fue un año cualquiera 1904 para Joyce (1882-1941), muy al contrario fue un año capital en su vida. Conoce a Nora, la piedra angular de su equilibrio emocional, y es asimismo el año en que decide abandonar Irlanda (con ella) lanzándose a una existencia difícilmente clasificable: cualquier intento de definición se quedaría muy corto. Y es que el futuro autor de Ulises intentaría vivir siempre de acuerdo con su naturaleza moral que le conducía a luchar, muchas veces desesperadamente, contra las convenciones, los prejuicios, los tabúes sexuales y contra los seres, por decentes que fueran, cuyo único objetivo claro era vivir sin deudas y con las menos complicaciones posibles. Seres, en definitiva, paralizados por la atonía. Joyce conocía muy bien los problemas que puede presentar la vida humana y casi se diría que era adicto a ellos, a juzgar por las continuas dificultades a las que se enfrenta. Creció en una familia de 15 hijos —él era el primogénito y esa fue su suerte— que se hundiría progresivamente en la miseria, resultado de una generación de borrachos. Como escribió su hermano Stanislaus en una de las evocaciones que dejó de James Joyce (My Brother’s Keeper, 1957), puede considerarse un milagro que de una familia tan hundida surgiese alguien dedicado con pasión al cultivo de la literatura y atento a las corrientes del pensamiento europeo.
La vocación poética de Joyce, sin embargo, no fue ajena a su preocupación por el dinero (que no tenía) y el poder de esta carencia le persiguió en su juventud de forma lacerante. Esta es una de las líneas de fuerza que se extraen de la lectura del primer volumen de la correspondencia sostenida por el escritor, Cartas (1900-1920), traducida del inglés y editada por Diego Garrido. La monotonía del texto escrito se quiebra con las elegantes ilustraciones de Arturo Garrido que lo acompañan. En conjunto, una obra de una envergadura impresionante pues por primera vez se pone a disposición de los lectores en lengua española todas las cartas que hasta el momento se conocen de James Joyce escritas entre los años 1900 y 1920 —los años de su forja literaria—, superando así la edición inglesa llevada a cabo por Richard Ellmann. El biógrafo estadounidense (fallecido a los 69 años) es la referencia indiscutible en todo lo relacionado con la vida y la obra de Joyce; responsable no solo de su admirable biografía del personaje (editada por Anagrama en 1991), sino también del grueso de la edición de su epistolario en dos volúmenes (Letters of James Joyce, 1966, volúmenes 2 y 3), imprescindible complemento a la respetuosa publicación llevada a cabo unos años antes, en 1957, por un amigo de Joyce, Stuart Gilbert. Garrido da cuenta en su sucinta introducción de esta historia y de las aportaciones que supone la edición de Páginas de Espuma en el contexto de los estudios joyceanos.
El problema que siempre ha presentado editar las cartas de Joyce es la franqueza de su contenido, acorde con la filosofía literaria y moral del escritor, escrupulosamente fiel a la realidad de los hechos, y por años que pasen sigue sorprendiéndonos la fuerza de sus sentimientos y convicciones, todo ello expresado con la mayor naturalidad en su correspondencia (todo excepto su relación con el alcohol, una elipsis completa). Es muy difícil escribir así porque la expresión de la sinceridad no está al alcance de todo el mundo. Desde luego sí lo está en su caso y de una forma de la que él era muy consciente pues sabía que su proyecto literario supondría una aportación indiscutible cuando se reconociera su propósito deconstructor de la hipocresía reinante: “Un día verás cómo me convierto en algo para mi país” (a Nora).
De todos los corresponsales con los que se cartea el irlandés durante los 20 años que comprende el primer volumen de las Cartas, dos destacan por su intensidad y crudeza: las dirigidas a su hermano Stanislaus, a quien Joyce maltrata de palabra a menudo, forzándole a que obedezca a todas sus peticiones, fundamentalmente de dinero. Pero no solo es eso lo que le une a su hermano, hay mucho más, y aunque las quejas son continuas, la desesperación ante el fracaso literario al que debe enfrentarse responde a otra dimensión de su psicología: solo por la carta que le escribe el 12 de julio de 1905 ya merecería la pena el libro.
Junto a Stanislaus, las cartas dirigidas a Nora Barnacle han adquirido con el tiempo una trascendencia legendaria, debido a su potencia erótica (razón por la cual son las más conocidas y pirateadas de su correspondencia y las únicas que han merecido varias ediciones en lengua española). En efecto, la lectura de alguna de ellas resulta brutal, expresión de un deseo masculino dominante y avasallador. Sin embargo, no son cartas que puedan leerse aisladamente, como mera pornografía, al margen del contexto emocional que vive su autor. Y en ese desquiciado contexto se aprecia la evolución de sus sentimientos hacia Nora. Una mujer que debía disponer de un poderoso atractivo para él —cariñosa, liberal, atrevida, celosa y nada fácil de impresionar—. Joyce será consciente de su dependencia cuando deja Trieste (en 1912) y vuelve a Dublín solo, con el propósito de encauzar su carrera o algún negocio que le permita la autonomía financiera. Es alejándose de ella cuando comprende la fuerza de su amor por la mujer que le ha permitido explorar niveles de conciencia que desconocía. Y es entonces cuando escribe lo que escribe. A lo largo de este extenso periodo conocemos asimismo su conflictiva historia con Dublineses, una colección de relatos donde Dublín simboliza su fracaso como escritor. En medio de tanta pose como nos rodea y consume, las cartas de Joyce se alzan como la expresión de un espíritu radicalmente libre, tan libre como atormentado. Una pasión apenas manejable para sí mismo.
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