Traslado del Santísimo Cristo de la Buena Muerte realizado por los legionarios del Tercio "D.Juan de Austria" III de La Legión. JORGE ZAPATA (EFE)
Por los clavos de Cristo
Dónde está el pecado en decir que
parecen excesivos los eventos religiosos estos días.
Igual que hay un torero (con menos
luces de las que debiera dada su profesión) que se pregunta si para ser
antitaurino hay que dejar de ducharse, hay una España que “procesiona” (ese
verbo) y que se revuelve con furia contra quienes contemplamos abrumados desde
lejos la fiebre de los tronos, eligiendo para estos preciosos días primaverales
la ciudad más vacía y más libre de tradiciones, salvo las culinarias. Unos ven
en nosotros una falta de espiritualidad, otros, una dejación de la defensa de
nuestra civilización, que como todos sabemos está amenazada. Pero, a pesar de
la supuesta amenaza contra la religión católica y la cultura que de ella se
desprende, las calles españolas, de arriba abajo, se llenan de tronos estos
días.
El año pasado se me ocurrió hacer
un artículo sobre el asunto. Muy agresivamente, como si les fuera la vida en
ello, me respondieron aquellos que defienden la paralización de las ciudades
durante una semana en favor del fervor católico porque a su entender se trata
de una tradición que supera lo religioso y ha de comprenderse como una
experiencia cultural; luego están los que, también furiosamente, porque las
redes están llenas de apóstoles, afirman que España es en esencia una nación
católica y que lo que demuestran estos actos masivos es la fe de un pueblo en
Cristo. Es decir, que no se ponen de acuerdo en si prima lo cultural o lo
puramente religioso, pero sí en atacar a todo aquel que no se sume y que para
colmo tampoco se calle.
A mí lo que me provoca esto es
una tremenda nostalgia. Nostalgia, sí. Porque hubo un tiempo, hará no mucho, 15
años tal vez, en que la ironía podía ejercerse contra las creencias de otros
sin ánimo a ser lapidado con palabras que quieren ser pedradas. La ironía no
era un recurso que convirtiera al cronista en practicante de un oficio de
riesgo. Recuerdo haber leído artículos y haberlos escrito sobre el papanatismo
de los políticos que se apuntaban los primeritos a encabezar manifestaciones
religiosas. Para nuestros representantes era, así lo explicaban, una manera de
sumarse al sentir del pueblo. Y ya se sabe que cuando se habla de “pueblo” no
se admiten excepciones. Los que nos quedamos fuera somos otra cosa, extranjeros
en nuestro propio país, dado que vamos siendo sistemáticamente excluidos de lo
que cada partido entiende por “pueblo”. Yo, actualmente, siento que he entrado
ya en la categoría de alienígena, aunque por suerte emito señales que otros
alienígenas reconocen y estamos formando un grupo la mar de majo, sin llegar a
la categoría de colectivo, porque no tenemos nada en común entre nosotros salvo
que no somos pueblo, sino individuos cada uno de su padre y de su madre.
Añoro, sí, aquel pasado aún
reciente en que la prosa pesaba menos, era más ligera, y se podía una reír
hasta de su sombra. En mi caso sin hacer sangre, porque no es mi estilo, pero
en estos tiempos de la ira hasta el chiste más blanco te manda a la hoguera si
hay quienes lo consideran sacrilegio. Y cualquier cosa te convierte en
sacrílega, curiosamente todavía más aquello que se refiere a las creencias,
dado que mucha gente ha aceptado definirse por ellas, sean ideológicas o
religiosas. Ay, con lo esclarecedor que resulta que las personas se definan por
sus virtudes y sus defectos. Pero eso se ha quedado muy antiguo. Recuerdo
debates que de pronto parecen caducos porque ya hemos renunciado a traerlos a
los foros públicos, a no ser, claro, que un partido los abandere: la
pertinencia de los políticos en los actos religiosos o en tradiciones que el
presente ha puesto en entredicho. De eso estaban llenos los periódicos
entonces; ahora solo se expresa el que grita, pero los que escribimos en un
tono sosegado también entonces criticábamos cada Semana Santa o cada verano las
abusivas fiestas populares, esas celebraciones imposibles de eludir para el no creyente,
para el no aficionado o para el que simplemente desearía disfrutar de su
derecho continuamente vulnerado a la tranquilidad.
Las descalificaciones a los que
no formamos parte del buen pueblo, sea lo que se dé por bueno en cada momento,
son tan ásperas, tan faltonas, que una traga saliva antes de manifestarse, pero
hay que hacerlo. Hay que decirle al torero, por ejemplo, que el antitaurinismo
no se lleva en las pintas, es un convencimiento ético no estético, y tampoco se
reduce, no debería creerlo así, a los que salen a la calle con pancartas;
precisamente, esta es la época en que hay más gente callada por detestar la
bronca o por no exponerse, y más temas que van convirtiéndose en tabú
sepultados por la gresca y el barullo. Lo que debería discutirse se zanja con
un improperio. A mí tampoco me gusta la bronca, pero, díganme, por los clavos
de Cristo, dónde está el pecado en decir que me parece excesiva la presencia de
manifestaciones religiosas en estos días dulces de Semana Santa. No por ello
soy menos espiritual. Ni menos limpia (de corazón).
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