Desayunábamos esta mañana entre amigos, en La Laguna, cuando interrumpió nuestra conversación una procesión que parecía salida de la nada. El Cristo de Burgos, me dijeron, con una dolorosa. La foto queda que ni pintada para ilustrar el artículo de Javier Marías de hoy en EL PAÍS.
▬
A calles tétricas, festín pagano
El resquicio para salvarse de las películas “piadosas” de la
Semana Santa de antaño eran “las de romanos”, hoy también refugio pagano.
Javier Marías
Domingo 02 de Abril de 2017
http://elpaissemanal.elpais.com/columna/javier-marias-calles-tetricas/
ES EXTRAÑO cómo perviven algunas costumbres de la infancia,
mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación, de la
anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un lado divertido y
festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de los rasgos más siniestros
de aquélla. Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la
Iglesia logró arrancarle al régimen no pocas imposiciones para el conjunto de
la ciudadanía. De niño y adolescente odiaba esa época con todas mis fuerzas: no
era sólo que las calles –exactamente igual que ahora– se vieran tomadas impune
y abusivamente por tétricas procesiones de encapuchados, enlutadas señoras
ceñudas, penitentes descalzos que se azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores,
como si los zombies más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-Klux-Klan
con libertad plena para sus aquelarres crematorios. Era que durante ocho
interminables jornadas –o eran diez, desde el llamado Viernes de Dolores hasta
el Domingo de Resurrección que ponía fin a la pesadilla–, la radio y la
televisión tenían prohibidas las canciones “alegres”, es decir, casi todas las
canciones; los cines se veían obligados a interrumpir sus programaciones
normales y a proyectar películas “piadosas”, por lo general sórdidas y
soporíferas; en los hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor
exageración, por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos
–en aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles sabían
entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación musical abandonada
como la de la Filosofía y la Literatura–. “No debéis mostrar alegría”, nos
regañaban las abuelas, “porque estos son días de luto y de gran lamento”. No
entendíamos que se lamentara por decreto una imprecisa leyenda con veinte
siglos de retraso. ¿Teníamos que estar tristes por eso críos de nueve o diez
años, tendentes al contento? Ni un cine desobedecía: supongo que los multaban o
cerraban si alguno se atrevía a exhibir un western, o una bélica o de risa, no
digamos una comedia como Con faldas y a lo loco, que la Iglesia consideraba
obscena.
Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos,
de efigies feas y tenebrosas, aquella celebración malsana (¿cuántas procesiones
diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas truculencias. No nos
engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían enormemente a los territorios
hoy controlados por el Daesh o por los talibanes, en los que todo está vedado:
la alegría, la música, el tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la
cara afeitada, un centímetro de piel descubierta, todo. Al menos aquí no se
latigaba ni degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.
Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas
“piadosas” se aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo,
con mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significaba, en la
práctica, que se proyectaban masivamente “las de romanos”, como entonces se las
conocía (el término peplum se popularizó más tarde). Y como algunas de las de
aquella época eran excelentes, y principalmente de aventuras, los niños nos
refugiábamos en ellas y así huíamos de Molokai, Marcelino pan y vino y Fray
Escoba, que nos resultaban tostoníferas. Nos acostumbramos a ver cada año, en
estas fechas, Ben-Hur y Quo Vadis, Barrabás y Los diez mandamientos, Rey de
Reyes y La túnica sagrada, Espartaco y La caída del Imperio Romano, de las que
tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes
personas, entre ellas la por mí más querida, que, cuando llega la Semana Santa
todavía insoportable en las calles, se las prometen muy felices ante la
perspectiva de ponerse en DVD –otra vez– todas esas películas. O de pillarlas
en televisión, pues no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o
nostalgia y vuelven a programarlas. Es como si las fechas nos dieran licencia
para atracarnos de películas “de romanos”, algo que no solemos permitirnos en
otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia –mejor dicho, el
viejo resquicio por el que respirábamos– se convierte en patente de corso para
abandonarnos sin mala conciencia a un festín de bajas pasiones e inauditas
crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas,
los combates de gladiadores y los envenenamientos en palacio, toca ver al
malvado Frank Thring interpretando a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y
al histriónico Christopher Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus
escalofriantes risotadas silenciosas y a Stephen Boyd o Messala con sus turbios
odios y amores. Las apariciones del Cristo o de San Juan Bautista o la
Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado eso:
licencia para sumergirnos en el incomparable mundo romano ficticio. Lo pagano
en su apogeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario