Hoy madrugué, sí, como casi siempre. No sé si porque duermo mal, porque mis perras son dos despertadores dando vueltas alrededor de mi cama para que las deje salir, porque no me hizo efecto la pastilla que me tomé antes de acostarme y que incluso me permitió leer en la cama más de media hora hasta que me llegó el sueño, o porque mi cabeza no descansa ni cuando está desconectada. Esta mañana, nada más abrir los ojos me vino a la mente un charco de agua con algo dentro que, supuestamente, debía estar bajo mi cama o al menos eso era lo que recordaba haber soñado.
Pues eso, madrugué, saqué a las perras al jardín y después de acicalarme sólo un poco, en pantalones cortos y una sudadera me planté en la gasolinera a comprar el periódico con un suplemento de ópera que por ahora no me convence demasiado para terminar sentado en un bar cerca de casa leyendo el suplemento dominical (lo mejor siempre los artículos que nos brindan algunos de los mejores escritores españoles vivos). En él leí algo que me llevó a otras ideas y a escribir un rato esta mañana, dejando aparte los dibujos en los que ando metido para arreglar el apartamento de un amigo, decía que la muerte era el gran fracaso de la vida, o algo parecido. Pensé, el gran fracaso, sí, pero no el último de ellos. Nuestra vida parece ser una sucesión de fracasos y de éxitos, más los primeros para la gran mayoría de los mortales. Se disfruta de un trabajo gustosamente, incluso con vocación, pero por el que se obtiene un exiguo sueldo; o por el contrario el sueldo es generoso pero el trabajo odiado; se vive en pareja sitiéndose solo, preguntándose por qué se hace daño sabiéndolo; se disfruta de mala salud ya sea por un destino cruel o por falta de ejercicio, etc. Listas de fracasos hay para llenar enciclopedias. De todo, o de casi todo, dejemos la salud en principio al lado, los culpables somos nosotros mismos, de esto no hay duda, pero aquí entraríamos en otro apasionante capítulo que no desarrollaremos en este momento.
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