Esas jóvenes hijas de puta
Arturo Pérez-Reverte
http://www.xlsemanal.com/firmas/20150125/esas-jovenes-hijas-puta-8077.html
Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se enteraron.
Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas, y más a
menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por razones de
conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia crueldad y su
cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra remordimiento es de
las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la conoce. De las menos
compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es la que menos consulta
en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos pronuncia.
Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una adolescente desesperada, acosada
de manera infame por dos compañeras de clase, se suicidó tirándose por un
acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un juez condenó a las dos
acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del juez, que ahí no me meto,
sino de las leyes vigentes en este disparatado país- de cuatro meses de
trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que ambas pájaras dejan en
este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia destrozada, una madre
enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos, colegio y sociedad
que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio, dejan atrás el asunto
y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una
chiquilla de catorce años, antipática para algunas compañeras, a la que
insultaban a diario utilizando su estrabismo – Carla, topacio, un ojo para acá
y otro para el espacio -, a la que alguna vez obligaron a refugiarse en los
baños para escapar de agresiones, a la que llamaban bollera, a la que
amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos e hijas de la grandísima
puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos, desarrollan ya desde
bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de
homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos
tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los
torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza
de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que
oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto. la cobardía, el
lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del
acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el
futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las
borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a
ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la
sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en
pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de
mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de
siempre. Son cosas de crías . Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su
hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para
protegerla.
Faltaba, claro, el Gólgota de las redes sociales. El territorio donde
toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí, la crucifixión de
Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos tuiteros que, como
tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más mofas. Más ojos
bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no saben, que son la mayor
parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo a costa del asunto. La
habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de soportarlo, con el mundo
encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce años, Carla no pudo más,
caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por él.
Ignoro cómo fue la reacción posterior en su colegio. Imagino, como
siempre, a las compis de clase abrazadas entre lágrimas como en las series de
televisión, cosa que les encanta, haciéndose fotos con los móviles mientras
pondrían mensajitos en plan Carla no te olvidamos, y muñequitos de peluche, y
velas encendidas y flores, y todas esas gilipolleces con las que despedimos,
barato, a los infelices a quienes suelen despachar nuestra cobardía, envidia,
incompetencia, crueldad, desidia o estupidez. Pero, en fin. Ya que hay
sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano, la madre de Carla le
saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio miserable que fue
cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque al final, ni
escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo
único que de verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde, es que te
saquen la pasta.
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