David Jiménez. Actualizado: 05/02/2014 21:13 horas
Hace
algún tiempo se creó en las redes sociales el Club de los Buitres, un foro de
reporteros que recibe su nombre de una cita de Joao Silva, el fotógrafo del
'New York Times' que perdió las piernas en Afganistán en 2010. "Desde
fuera es fácil que nos tomes por buitres, cuando nos ves caminando entre
charcos de sangre y cadáveres para captar esa imagen perfecta...", dice
Silva sobre la percepción que mucha gente tiene de los reporteros de guerra,
prestos a aprovecharse del dolor ajeno a cambio de dinero, fama o
reconocimiento profesional.
¿Dinero? Algunas crónicas desde el frente se
pagan estos días a 70 euros frente a los 70.000 que puede reportar agazaparse
frente al apartamento de un famoso a la espera de su amante secreta.
¿Celebridad? Lejos quedan los tiempos en los que se podía buscar en guerras que
cada vez importan menos, durante menos tiempo, a menos gente. ¿Reconocimiento
profesional, entonces? Javier Espinosa está considerado uno de los mejores del
mundo desde hace mucho tiempo y Siria había dejado de aportarle nada
profesionalmente. Y, sin embargo, regresó una y otra vez hasta que fue
secuestrado el pasado 16 de septiembre.
Tiene que importarte mucho la gente sobre la
que escribes para volver al frente donde estuviste a punto de perder la vida
unos meses antes. Tienes que ser muy bueno para haber contado un conflicto
durante tres años sin robarle un párrafo de protagonismo a quienes más lo
sufren. Tienes que estar muy convencido de que tu trabajo consiste en dar voz a
quienes no la tienen, asumir que no eres más que su altavoz, para "caminar
entre cadáveres" mientras la atención del mundo está en último partido de
fútbol o la boda social del mes.
Javier se disgustaría si viera todo lo que
hemos escrito sobre él. Pensaría que le estábamos restando espacio a los más de
120.000 muertos de la guerra siria, a los refugiados que viven uno de los
mayores éxodos desde la II Guerra Mundial o a la denuncia de esos gobiernos que
se hacen la guerra en tierra ajena, que así de cobarde se ha vuelto el mundo.
Tampoco Ricardo García Vilanova, Marc Marginedas, James Foley y el resto de
periodistas secuestrados en Siria se sentirían cómodos al verse protagonizando
titulares. Están hechos de la misma pasta: la del reportero que no busca ser
noticia, solo transmitirla.
Es por eso que Javier y todos los demás
hacen tanta falta. Mientras no estén, no pueden contarnos que también en esta
guerra son los civiles quienes terminan pagando los juegos de poder de tiranos,
cínicos y fanáticos. En su ausencia, no pueden describirnos cómo se vive bajo
el azar de las bombas, el dolor de los heridos operados sin anestesia o el
coraje de los héroes anónimos que tratan de mantener un halo de luz en mitad de
la oscuridad. Sin sus fotografías y crónicas, a los demás nos cuesta más
despertar de nuestra indiferencia acomodada.
El reportero que ha conocido la guerra sabe
que, como describía Solzhenitsyn en 'Archipiélago Gulag', la frontera que
separa el bien del mal no pasa a través de países, clases sociales, religiones
o partidos políticos, sino "directamente a través de cada corazón
humano". Y que al otro lado de esa frontera se encuentra un lugar donde el
carpintero, el taxista o el vecino de toda la vida pueden transformarse en el
delator en el genocidio, el torturador impasible o el secuestrador de
periodistas que, como Javier Espinosa, están dispuestos a caminar entre
cadáveres para que los demás les prestemos atención.
Periodistas como Javier no vuelven a la
guerra por dinero, fama o reconocimiento. Para él es un acto de lealtad. Hacia
las personas que dejó atrás en sus viajes anteriores, las comunidades que
siguen siendo bombardeadas, los heridos desatendidos, las madres que han
perdido a sus hijos y las que temen perderlos en la próxima ofensiva. Es, ante
todo, un compromiso personal con los civiles que todavía resisten. "Te
rompen el corazón", dice de ellos Joao Silva.
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