Por: Tom C. Avendaño | 14 de julio de 2013
Hay algo especialmente trágico en la muerte de Cory Monteith, el actor canadiense de 31 años que
era, desde hacía cuatro, uno de los más veteranos miembros del siempre creciente
reparto de Glee y que fue encontrado sin vida anoche, tras unas horas
de fiesta, en el hotel de Vancouver donde llevaba viviendo el mes pasado. Más
allá del hecho en sí de la muerte; más allá del que la fama le hubiera llegado a
Monteith después de haber sido un problemático adicto a las drogas, en una inversión del arco
tradicional de los jóvenes que se convierten en famosos de repente que hacía de
su estrellato no su perdición sino sin redención, están las horas que han
seguido a su muerte en redes sociales, en las que miles de aspirantes a famosos
han usado su nombre para hacerse notar en el tema de moda.
No es necesariamente una cuestión de volumen. La noticia de su muerte había
provocado, hace unas 13 horas, 280.000 menciones a su nombre en Twitter y otras
100.000 a su novia en la realidad y en la ficción, Lea Michele. Se le ha buscado
al menos cinco millones de veces en Google -el servicio Google Trends deja de
contar a partir de esa cifra- y medios de todo el mundo se han retorcido en
busca de motivos que les permitan volver a poner su nombre en un titular y
volver a contar ya no vive más. Todo esto es normal. Las redes sociales están
para expresarse y esta muerte estaba preñada de aristas: la sorpresa, primero.
Lo triste de que fuera tan joven. El que cientos de miles de personas se hayan
acostumbrado a responder emocionalmente a su cara después de haberlo invitado a
sus vidas a lo largo de 88 episodios y cuatro años.
Sí es una cuestión de respeto. La muerte de Whitney Houston el año pasado creó el
fallecimiento-moda y la norma no escrita de que cuando un personaje
público pierde la vida, todo el mundo, incluso la gente con la que jamás se
relacionó, debe lamentarlo públicamente como si fuera un miembro de su
familia. La cosa se aceptó con más o menos discreción y, con cada noticia,
empezaron a hacerse comunes las recopilaciones de tuits de famosos que despiden
a otro. Que uno de los miembros de la boyband McFly tuiteara lo
compungido que estaba por la muerte del astronauta Neil Armstrong, que llegó a
la luna mucho antes de que él naciera, se aceptó como algo normal. Así se creó
la subespecie de aspirante a famoso que se desgarra por la muerte de alguien a
quien no ha visto en su vida, con la esperanza de acabar junto a Rihanna o Kim
Kardashian en esas compilaciones de tuits y subir, por asimilación, de
caché.
Nunca hasta la muerte de este hombre se había visto semajante tráfico de
estos personajes. Por un lado, es dudoso aceptar el duelo de personas más o
menos ajenas al sujeto como la ex top model Denise Richards
-"Estoy devastada... mi corazón está con @CoryMonteith y sus seres queridos"-,
la exestrella de reality Kelly Osbourne -"Mis pensamientos y mis
oraciones están con los amigos y la familia de Corey Monteith, que descanse en
paz"- o del clan de los Kardashian -"No hay palabras para describir lo que debe
estar pasando su familia", decía Kim, la reina de la telebasura estadounidense; su hermana Kylie Jenner publicó una
foto junto al difunto-. Pero al menos son gente conocida por su propio derecho
que, en el peor de los casos, estaban elevando la importancia de la muerte solo
para sumarse al trending topic de moda.
Los trepas de esta muerte eran otros que conformaban una triste
mayoría numérica en el torrente de despedidas. Gente de la televisión a la que
esta muerte le dejaba perfectamente indiferente. Se llaman Ryan Guzman (actor y bailarín, como el fallecido, que
lleva dos años trabajando), Teresa Palmer (actriz y modelo canadiense, como
Monteith), Ian Zering (que hizo de Steve Sanders en la primera Sensación de
vivir y ahora estaba relegada a productos de serie B como
Sharknado, la película a la que Monteith dedicó sus dos últimos tuits),
Lance Bass (el exmiembro de 'N Sync) o una actriz llamada Jaime King. Hay muchos
más, pero no es cuestión de aburrirles con sus marcianos nombres y exiguos
currículos. Baste decir que les une lo histriónicamente doloridos de sus tuits,
como si se les hubiera ido uno de sus hijos en una manifestación por la igualdad
de clases en Bangladesh. Si Corey Monteith tuviera tantos amigos, era el hombre
más afotunado del mundo.
No es que estos resten importancia a los tuits de verdadero duelo -los de famosos que no siempre se suman a la muerte de otro,
como Neil Patrick Harris, la cantante Taylor Swift, la personalidad televisiva
Olivia Munn, o los compañeros de reparto en Glee de la serie- pero sí
restan solemnidad al acontecimiento al utilizarlo por motivos egoístas y
espúreos.
No hemos perdido a un gran actor. Corey Monteith no había mostrado ni el
talento ni el carisma que le barruntaban un prometedor futuro que ahora nunca se
cumplirá. Pero estaba inusualmente comprometido con Glee, una serie tan
optimista y tan poco cínica que era fácil de criticar (hasta su propio creador,
Ryan Murphy, lo hacía). Sus tuits mostraban el mismo entusiasmo y encanto
simplón que desprendía su personaje. Quizá haya una historia que escribir en el
futuro sobre cómo se aferraba a la serie para no caer en la autodestrucción en la que vivió de adolescente y en la que había
recaído este abril. Eran los tuits de una persona que o era buena o se
esforzaba por no transmitir nada negativo. Era, al menos, el tipo de persona
cuya muerte nadie debería querer usar para su propio beneficio.
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