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Hace diez años subí al estudio como cada mañana y, después de estar un rato dibujando, empecé a sentir un dolor de cabeza que me hizo volver a casa y acostarme. Supongo que me habría tomado algo para el dolor porque el hecho fue que me quedé dormido como un tronco hasta por la tarde. Durante el sueño recuerdo que el teléfono de mi casa no paraba de sonar y yo, cada vez que lo escuchaba, pensaba ¡qué extraño, se supone que estoy en el estudio y la gente me llama a casa! Me desperté y puse el contestador a ver si alguien me había dejado algo y me encuentro con una cascada de mensajes de mis amigos contándome lo del World Trade Center. Aquella tarde conecté la CNN en el televisor y estuve sentado frente a él hasta altas horas de la madrugada. El resto ya es historia.
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La década que alumbró el ocaso
Diez años después del 11-S, Al Qaeda ha fracasado en su objetivo y EE UU es un país más seguro, pero la superpotencia no ha podido evitar entrar en declive.
ANTONIO CAÑO - Washington - 11/09/2011
Es difícil decidir si el mundo cambia en un instante o los grandes momentos históricos son solo el exponente de un proceso largo y profundo que discurre en su mayor parte invisible. Cuesta determinar si el 11-S transformó Estados Unidos o fue el catalizador de un declive ya inevitable desde antes. Los 10 años transcurridos desde aquel ataque han corroborado, en todo caso, que la gran superpotencia se agota. No solo sufre para seguir asumiendo en solitario su papel de guardián universal de los valores que defiende, sino que pierde terreno en la competencia con otras naciones en un nuevo siglo que deja de ser exclusivamente americano.
No es eso mérito de los terroristas que estrellaron los aviones. Estados Unidos no ha perdido la guerra contra el terrorismo. Quizá no la ha ganado, ni nunca lo hará porque proponerse exterminar el terrorismo es como proponerse acabar con el mal, una causa perdida de antemano. Pero este es un país más seguro hoy que hace 10 años, mientras que los terroristas que lo atacaron están al borde de la extinción y su líder, Osama bin Laden, muerto. Al Qaeda no doblegó a EE UU ni, a la larga, ha debilitado su sistema democrático. Al Qaeda fracasó en su misión y ha sido derrotada militar, política y moralmente, como demuestra, entre otras cosas, el reciente alzamiento popular en el mundo árabe.
Aunque el secretario de Defensa, Leon Panetta, advertía hace pocos días de que "el riesgo de un atentado sigue siendo muy real", EE UU está mejor defendido, sus enemigos están acorralados y el terrorismo islámico no es hoy la principal preocupación de los norteamericanos. No es ese el motivo de su pesimismo actual ni la causa de la fatiga de su país. Tanto el desánimo como los síntomas del ocaso son estrictamente made in USA.
Sin embargo, existe una conexión entre el ataque del 11 de septiembre y el comienzo del declive norteamericano que no es solamente circunstancial y que resulta esencial para comprender la situación de este país 10 años después. Primero es necesario, no obstante, establecer, en los términos apropiados, la decadencia ocurrida en este periodo.
Esta puede ser una década trágica en la historia de EE UU, en el sentido de que ha cedido parte de su poder, pero en absoluto es una década perdida. El país ha progresado enormemente en este tiempo. La aportación de la ciencia norteamericana ha sido decisiva para el desarrollo de la investigación genética, la creación de vida artificial o los descubrimientos astrológicos. Las nuevas tecnologías de Internet, con el encumbramiento mundial de la marca Google y la consolidación de redes sociales como Facebook o Twitter, han abierto nuevos horizontes a la comunicación y le han dado un poderoso instrumento de expresión a ciudadanos de países que sufren el silencio impuesto por las tiranías. Millones de inmigrantes se han sumado a la búsqueda del sueño americano, atraídos por una economía que sigue siendo, con gran diferencia, la mayor y más sólida de un solo país. El reciente ataque a Libia demostró que los medios militares norteamericanos son todavía inigualables y que la OTAN no sobreviviría sin la dirección y la aportación estadounidenses. Al mismo tiempo, la presencia de la flota y las tropas norteamericanas sigue siendo esencial en la contención de países como Corea del Norte o Irán y para el mantenimiento de un equilibrio pacífico en los cinco continentes.
En estos 10 años, también la sociedad norteamericana se ha modernizado interiormente, ha crecido el respaldo popular a causas como la protección del medio ambiente o el matrimonio entre homosexuales, y ha sido testigo de una impresionante movilización política de los jóvenes que permitió la elección del primer presidente negro de la historia del país, Barack Obama.
Los progresos son evidentes en otras áreas sociales, culturales, económicas y políticas: la comunidad hispana está mejor integrada -una latina ocupa por primera vez un puesto en el Tribunal Supremo-, ha crecido extraordinariamente el índice de lectura gracias a la implantación de los soportes electrónicos, la renta per cápita de los norteamericanos ha aumentado en más de un 25% y, pese a la actual etapa de división partidista, el sistema democrático ha sabido regenerarse después de unos primeros años en los que la Administración de George Bush lo puso contra las cuerdas.
El Estado de derecho ha acabado siendo más fuerte que la presión que se ejerció sobre él para amoldarlo a las conveniencias políticas. Una tras otra, todas las medidas impuestas por el Gobierno anterior para violar los límites de la ley -las torturas, las cárceles secretas de la CIA, las escuchas telefónicas, las detenciones indefinidas, los arrestos sin pruebas- han sido derribadas, bien por las instituciones de justicia o por la movilización de la sociedad civil, a lo largo de estos 10 años. Y aunque aún queda abierto Guantánamo -de lo que hay que culpar tanto al Congreso, por impedir su cierre, como a Obama, por su falta de liderazgo-, el panorama de la democracia norteamericana ha recuperado la normalidad.
Pese a todos estos éxitos, la hegemonía de EE UU es hoy menor que hace 10 años. No exactamente por lo sucedido entonces, como decíamos antes, pero sí vinculado a aquello.
El 11 de septiembre de 2001 el territorio continental de EE UU fue por primera vez en su historia objeto de una agresión extranjera, se produjeron más muertos que en el bombardeo de Pearl Harbour y fueron derribadas las Torres Gemelas de Nueva York. No solo fueron atacadas: se desmoronaron como dos enormes colosos de barro ante los ojos atónitos de toda la población, lo que psicológicamente hace una gran diferencia. También fue atacado ese mismo día el Pentágono, pero rápidamente fue reparado y ahí sigue hoy, sin que nadie le preste ni la mitad de atención.
Una humillación así exigía una respuesta contundente, y el encargado de ejecutarla fue un presidente que encontró en ello la razón para imponer un proyecto y una ideología particulares. Nadie podía pararlo. Internamente, casi un 60% de los norteamericanos estaban en ese momento dispuestos a sacrificar sus libertades a cambio de la seguridad que Bush les prometía. Externamente, la fuerza militar de EE UU era incontenible, y en esa oportunidad contaba, además, con la justificación de quien actúa en legítima defensa. Podía haber hecho, literalmente, cualquier cosa que le hubiera venido en gana.
Invadió Afganistán, en un acto efusivo de cólera y venganza, sin método ni estrategia. Ciertamente, en Afganistán estaban los autores intelectuales de la agresión sufrida, que encontraron allí cobijo y sustento. Pero estos pudieron huir antes de caer en manos de los soldados invasores y lo que quedó detrás fue una guerra sin sentido ni fin que aún se sigue librando hoy y cuyos costes políticos y económicos se siguen pagando todavía.
Aquello parecía, sin embargo, insuficiente para compensar la afrenta recibida, y el Gobierno encontró en el cajón un proyecto previamente diseñado para invadir Irak y derrocar a Sadam Husein con la excusa de que, en aquellas circunstancias tan adversas, EE UU no podía convivir con el riesgo de un régimen de esa naturaleza al que acusaba de tener armas de destrucción masiva. Pese a demostrarse la falsedad de ese dato, tanto Bush como su vicepresidente, Dick Cheney, han seguido, en recientes biografías, reivindicando la necesidad de esa guerra, con el argumento de que el mundo sería mucho más inseguro si Sadam Husein hubiera seguido en el poder.
Quién sabe cuál hubiera sido la suerte del dictador iraquí si EE UU no hubiera intervenido. Quizá habría sido destituido por sus propios compatriotas, como Hosni Mubarak o Muamar el Gadafi, o quizá sería un aliado norteamericano contra Irán, como fue en algún momento de la historia. Lo cierto es que hace tiempo que los norteamericanos dejaron patente su oposición a ambas guerras -mucho antes y mucho más claramente a la de Irak-, en las que llevan perdidos a más de 6.000 soldados, el doble de los muertos del 11-S.
En esas guerras, particularmente en la de Irak, EE UU enterró más que hombres y mujeres: enterró también su prestigio como nación. Cuando Obama asumió la presidencia, la mayor parte de los europeos consideraba a EE UU una mayor amenaza para la paz mundial que cualquier régimen árabe. En países esenciales para la estrategia norteamericana, como Turquía, la popularidad de EE UU bajó del 20%. En el conjunto del mundo musulmán, la guerra de Irak y la reacción norteamericana al 11-S generó un movimiento de simpatía hacia las ideas de Al Qaeda que solo pudo ser contenido, años después, cuando se produjo un relevo en la presidencia en Washington y quedó claro que la mayoría de las víctimas de Al Qaeda eran musulmanas y que la opresión de los árabes no venía del otro lado del Atlántico sino desde las capitales de sus propios países.
EE UU gastó más de un billón de dólares en Irak -la cuenta crecerá hasta la retirada total a finales de este año- y lleva invertido algo más de eso en la guerra de Afganistán. Si se le añaden los gastos suplementarios que esos conflictos han supuesto en la Administración del Pentágono y de las fuerzas armadas, se calcula que se han dedicado tres billones de dólares a dos guerras políticamente perdidas.
Aún peor que el error de las guerras fue la obsesión por la seguridad. Aunque los políticos norteamericanos presumen de que sus compatriotas supieron vencer al miedo, es innegable que EE UU se sintió vulnerable después del 11-S y que ese sentimiento de vulnerabilidad colectiva se trasladó a cada uno de los individuos hasta el punto de transformar sus vidas. La cotidianidad de los estadounidenses se llenó de códigos de seguridad naranjas o rojos. Cada viaje se convirtió en una penitencia de controles y riesgos. Periódicamente, esta o aquella ciudad se ve todavía soliviantada por una amenaza de atentado, real o exagerada. El país vive en una especie de alerta continua ante enemigos ocultos que esperan la menor distracción para hacerle daño.
Como consecuencia, el aparato de seguridad ha crecido desproporcionadamente y la burocracia que lo sostiene ha echado sobre las espaldas de esta nación más peso del que es capaz de sostener. Desde el 11-S se han creado el Departamento de Seguridad Interior, la Oficina del Director Nacional de Inteligencia y el Centro Nacional Contraterrorista. Se han ampliado la CIA y el FBI y se les ha dado nuevos y más extensos poderes. A cambio de seguridad, EE UU ha perdido frescura y agilidad. Y ha gastado toneladas de dinero. De acuerdo con los cálculos de Dennis Blair, antiguo director de inteligencia con Bush y Obama, EE UU emplea actualmente unos 80.000 millones de dólares (casi 60.000 millones de euros) al año exclusivamente en labores de protección y vigilancia, sin contar las guerras y los despliegues militares.
El resultado es que EE UU empezó este siglo con superávit presupuestario y hoy acumula un déficit de 1,5 billones de dólares y una deuda de más de 14 billones. En su discurso ante el Congreso esta misma semana, el presidente Obama advirtió, en alusión a la situación económica, que "es necesario establecer prioridades porque simplemente no podemos hacerlo todo".
El mayor poseedor de la deuda acumulada en este periodo es China, cuya economía era hace 10 años cinco veces menor que la norteamericana y hoy, mientras EE UU perseguía sombras en desiertos lejanos, se ha convertido en la segunda mayor del mundo.
La alarma económica no llegó, sin embargo, hasta que en 2008 no se produjo la quiebra del sistema financiero y el estallido de una crisis cuyos flecos todavía se sienten hoy. Probablemente el peor efecto a largo plazo de esa crisis es la desconfianza que generó hacia el sistema en el que los norteamericanos han creído siempre. De repente, los ciudadanos de este país se han hecho hostiles a los bancos, al dinero y a las autoridades responsables de administrarlos. El pueblo celebrará hoy sin duda el levantamiento de nuevas y prometedoras torres en el World Trade Center, pero esa celebración se ve paliada por la cruda e inmediata realidad de un paro de más del 13% en el sector de la construcción.
Esta es, sin duda, una nación con una fe en sí misma y una capacidad de revitalización realmente envidiables. Puede ser perfectamente capaz de adaptarse a una época volátil que exige un dinamismo del que hoy carece. Para ello son más precisas las reformas estructurales que el Ejército. Pero, aun teniendo éxito en esa tarea, la supremacía indiscutible de la que gozó durante la mayor parte del siglo pasado probablemente desapareció para siempre entre las cenizas de la Zona Cero.
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