Que me pidan perdón.
JORGE M. REVERTE 24/03/2010
El cura Bolita era el más frecuentador de niños en las Escuelas Pías de San Fernando, un colegio religioso situado en la calle Donoso Cortés de Madrid. Su técnica era muy depurada: cuando algún niño enredaba, le sacaba a la pizarra y le interrogaba, delante de todos los demás alumnos, con una voz melosa que provocaba pánico. Luego, le rebuscaba en los bolsillos del pantalón para ver si encontraba cromos o canicas que confiscarle. Se entretenía en la tarea, buscaba como si esos bolsillos fueran infinitos. El cura Laudelino no tenía esa manía. A Laudelino le gustaban otras cosas de los niños. Le gustaba torturarles. Por ejemplo, si había una pelea en el patio entre dos, ponía a un niño frente a otro (preferentemente si sabía que eran amigos) y les obligaba a darse guantazos de forma alternativa, sin que el que tenía el turno de recibir pudiera subir las manos para protegerse. Al principio, los niños se daban flojo, porque eran amigos. Y Laudelino les daba un guantazo como castigo por la flojera. Al cabo de tres o cuatro intercambios, los amigos se zurraban con el odio más profundo ante la sonrisa satisfecha de aquel cura que tenía las manos duras como palas de frontón. No sé si Bolita llegaba a situaciones extremas, porque yo tenía la fortuna de contar con dos hermanos mayores en el colegio que conocían sus aficiones y dejaban caer sobre él sus miradas vigilantes. Pero Laudelino no se cortaba con nada. Recuerdo, aún con dolor, cómo le subía a uno del suelo tirándole de las patillas, cómo propinaba patadas a un niño tumbado en el suelo. Tenía aquel tipo un largo repertorio de torturas que habrían servido de enseñanza a los honorables militares de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires. Que yo sepa, y me consta porque a lo largo de mi vida he conocido mucha gente, eso se hacía en muchos colegios religiosos de este país. Había abusos sexuales y torturas físicas. Y que yo sepa, nadie nos ha pedido perdón a los que sufrimos en aquellos tiempos semejantes asaltos. De la Iglesia católica española todavía no se ha escuchado ninguna petición de perdón en casi nada. Lo que se ha narrado en estas primeras líneas no es nada comparado con otros pecados, como el de azuzar al régimen franquista contra los comunistas, los masones y los judíos, que podían ser asesinados porque España era católica o no era. Sobraban. Y el pecado de silencio. ¿No supo nunca la Iglesia católica española que en la Alemania nazi se estaba exterminando a millones de personas porque pertenecían a una comunidad étnica, como los gitanos, o religiosa o cultural, como los judíos? Hay muestras más recientes de esos silencios, como el del clero vasco ante los asesinatos de españoles por patriotas de Euskal Herria. La Iglesia española está esperando a que pase la tormenta, a que escampe, por ver si se olvida el largo rosario de atrocidades que se han cometido en su nombre, desde su jerarquía, contra tantos ciudadanos indefensos. Unas veces, por ellos mismos, otras veces por sus fieles seguidores, que les pagaban con prebendas magníficas sus servicios. Franco les dio el monopolio de la fe, por ejemplo. ¿Es mucho pedir que nos pidan perdón? Ya veremos si se lo concedemos, pero les toca a ellos, a Bolita, a Laudelino y a todos los demás.
JORGE M. REVERTE 24/03/2010
El cura Bolita era el más frecuentador de niños en las Escuelas Pías de San Fernando, un colegio religioso situado en la calle Donoso Cortés de Madrid. Su técnica era muy depurada: cuando algún niño enredaba, le sacaba a la pizarra y le interrogaba, delante de todos los demás alumnos, con una voz melosa que provocaba pánico. Luego, le rebuscaba en los bolsillos del pantalón para ver si encontraba cromos o canicas que confiscarle. Se entretenía en la tarea, buscaba como si esos bolsillos fueran infinitos. El cura Laudelino no tenía esa manía. A Laudelino le gustaban otras cosas de los niños. Le gustaba torturarles. Por ejemplo, si había una pelea en el patio entre dos, ponía a un niño frente a otro (preferentemente si sabía que eran amigos) y les obligaba a darse guantazos de forma alternativa, sin que el que tenía el turno de recibir pudiera subir las manos para protegerse. Al principio, los niños se daban flojo, porque eran amigos. Y Laudelino les daba un guantazo como castigo por la flojera. Al cabo de tres o cuatro intercambios, los amigos se zurraban con el odio más profundo ante la sonrisa satisfecha de aquel cura que tenía las manos duras como palas de frontón. No sé si Bolita llegaba a situaciones extremas, porque yo tenía la fortuna de contar con dos hermanos mayores en el colegio que conocían sus aficiones y dejaban caer sobre él sus miradas vigilantes. Pero Laudelino no se cortaba con nada. Recuerdo, aún con dolor, cómo le subía a uno del suelo tirándole de las patillas, cómo propinaba patadas a un niño tumbado en el suelo. Tenía aquel tipo un largo repertorio de torturas que habrían servido de enseñanza a los honorables militares de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires. Que yo sepa, y me consta porque a lo largo de mi vida he conocido mucha gente, eso se hacía en muchos colegios religiosos de este país. Había abusos sexuales y torturas físicas. Y que yo sepa, nadie nos ha pedido perdón a los que sufrimos en aquellos tiempos semejantes asaltos. De la Iglesia católica española todavía no se ha escuchado ninguna petición de perdón en casi nada. Lo que se ha narrado en estas primeras líneas no es nada comparado con otros pecados, como el de azuzar al régimen franquista contra los comunistas, los masones y los judíos, que podían ser asesinados porque España era católica o no era. Sobraban. Y el pecado de silencio. ¿No supo nunca la Iglesia católica española que en la Alemania nazi se estaba exterminando a millones de personas porque pertenecían a una comunidad étnica, como los gitanos, o religiosa o cultural, como los judíos? Hay muestras más recientes de esos silencios, como el del clero vasco ante los asesinatos de españoles por patriotas de Euskal Herria. La Iglesia española está esperando a que pase la tormenta, a que escampe, por ver si se olvida el largo rosario de atrocidades que se han cometido en su nombre, desde su jerarquía, contra tantos ciudadanos indefensos. Unas veces, por ellos mismos, otras veces por sus fieles seguidores, que les pagaban con prebendas magníficas sus servicios. Franco les dio el monopolio de la fe, por ejemplo. ¿Es mucho pedir que nos pidan perdón? Ya veremos si se lo concedemos, pero les toca a ellos, a Bolita, a Laudelino y a todos los demás.
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