sábado, 20 de febrero de 2010

CRÓNICAS NEOYORQUINAS I

La ciudad de Nueva York da mucho juego, siempre viva y en movimiento constante; de día, de noche, bajo el sofocante calor veraniego o bajo la nieve en febrero, nunca defrauda. Sus gentes sigue siendo lo mejor de la ciudad. Ya en el vestíbulo de cualquier hotel, el bullicioso lobby, el viajero se sumerge en una perfecta y moderna torre de Babel. Podemos escuchar hablar en inglés, español, francés, portugués, chino, japonés, griego... y en un sinfín de idiomas ininteligibles. Llegar diez minutos antes de la cita matutina al hall es siempre una estupenda manera de mezclarse con los huéspedes y disfrutar de su variada idiosincrasia para tomarle el pulso a la ciudad.
En invierno el rey es el abrigo, el anorak, los cuellos peludos, el plumas, las bufandas, los guantes y las botas de todo tipo, material y tamaño; la ropa de abrigo con la que acabamos todos enfundados un momento antes de atravesar las puertas giratorias de acceso al hotel y que logran mantener una más que agradable temperatura en el interior, resguardándonos de los tres o cuatro grados bajo cero de la calle.
Incluso en estas fechas de frío polar es fácil encontrarse a un grupo de adolescentes americanas, pintadas como puertas, vestidas con minifaldas y sandalias brillantes, que enfundadas en sus abrigos negros salen a la calle con cara de conejitas de Play Boy para fotografiarse en las escalinatas de tkts de Times Square, posiblemente unos minutos antes de morir congeladas; a una pareja que sale de un restaurante, ella con muletas, una rodilla vendada y tacones de 15cms; o a ufanos hombres y mujeres matabichos con abrigos de pieles hasta los tobillos (pobres animalitos, ahora desnudos y bajo tierra).
Predicadores proselitistas pululan por los andenes del metro, que no estando satisfechos con su perorata, la repiten también vagón por vagón gritando para que nadie quede sin la gracia de la palabra de dios.
Encontramos también en el metro a un pequeño grupo de peruanos pertrechados con acordeón y guitarras que pasan el sombrero a lo sumo minuto después de haber empezado a tocar y a destrozar la canción de turno. El metro, qué gran mundo subterráneo y enriquecedor...
Mientras espero la luz verde del semáforo, se gira una anciana y, mirándome los pies, me dice: great shoes, wonderful colors!, y después de alabarme mis tenis sonríe y cruza perdiéndose entre la gente.
Recorriendo la larga rampa del Guggenheim, después de un largo y frío paseo por la 5ª Avenida hasta llegar al museo, me cruzo con dos chicas altas, muy altas, con pinta de rusas, que hablan sobre las bondades y maravillas de sus respectivas casas sin prestar ninguna atención a la exposición. Después de intercambiar la información sobre sus moradas se dedicaron otro buen rato a hablar con sus móviles Vertu, en un idioma incompresible, posiblemente con sus maridos viejos y ricos desde que gastaban una ínfima parte de sus fortunas mientras ellas mataban el rato jugando a ser intelectuales. Vuelta a la calle.
Más zorras con abrigos de pieles, nieve sucia al borde de las aceras, buena gente paseando a sus perros, locos haciendo footing en Central Park, vendedores ambulantes de pretzels salados y calientes, coches de caballos con turistas bajo gruesas mantas, mesas con fotografías de Audrie Hepburn, del edificio Chrysler o viejas portadas del Vogue.
Acabo de llegar a casa y sólo puedo repetir con pena: I NY!

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