El joven con autismo que diseñará
tu próxima camiseta
SARA
POLO. Madrid. 21 ABR. 2018 03:01
Jaime no lo sabe, pero a sus 23
años es un cotizado diseñador. Sus dibujos de animales, su forma de comunicarse
con el mundo, están ahora en miles de camisetas. Famosos como Emilio Aragón y
Maribel Verdú lucen prendas con sus estampados y una multinacional textil
quiere incoporarle a su catálogo
Jaime sólo levanta la vista del
papel para mirar de reojo a la cámara que desde hace un buen rato le observa
dibujar. Está en su mundo, uno muy colorido con nubes en forma de menhir y
decenas de animales con nombres exóticos, todos muy ordenaditos en filas y
columnas. Pero esa presencia extraña lo incomoda: «¡¡¡Socorro!!!».
Es la señal, una especie de
contraseña. Hay que dejarlo en paz. Su padre acude y le explica, con mucha
dulzura, que no pasa nada, que sólo le están haciendo unas fotos porque sus
dibujos son muy bonitos. Y lo son: son preciosos. Pero además, son la
única forma que tiene Jaime de comunicarse con el mundo exterior y aspiran
a convertirse en su mejor arma de futuro: estampados en camisetas y sudaderas,
se están convirtiendo en una de las prendas más deseadas del momento. Ya
las lucen famosos como Emilio Aragón y Maribel Verdú, se venden la web de El
Corte Inglés y negocia con una multinacional textil que quiere incorporar sus
dibujos a su catálogo.
Cuando nació, Jaime era un bebé
como cualquier otro, solo que no lloraba. «La gente me decía que menuda
bendición, y yo también pensaba que vaya suerte habíamos tenido. Ahora te diría
que si un bebé no llora es que algo malo le pasa», cuenta Sole. Se le llenan
los ojos de lágrimas cuando recuerda aquel clic: «Teníamos esa comunicación que
tienen los niños muy pequeños con sus mamás, yo le daba de mamar y él me
miraba, me sonreía... Y de repente, cuando iba a cumplir dos años, fue
como si cortaran el cable del teléfono en medio de una llamada».
Casi 12 meses tardaron en
encontrar una respuesta. Tras noches y noches sin dormir observándolo, Sole
y Javier sabían que a su hijo le pasaba algo grave y peregrinaron por consultas
de médicos, psicólogos, logopedas... Y no, Jaime no padecía sordera como
todo el mundo pensaba: tenía autismo. Autismo severo de Kanner, como diagnóstico exacto.
«Fue liberador, por fin teníamos algún arma para ayudarlo y para entenderlo,
pero el autismo es una enfermedad tan misteriosa...», rememora ella. De aquello
han pasado 20 años y las cosas han avanzado mucho, pero el misterio aún no se
ha disipado del todo.
De cómo Jaime, sin saberlo, se
ha convertido en un codiciado diseñador va esta historia, que arranca poco
después de que la palabra autismo entrara en el diccionario familiar de este
piso decimonónico del madrileño barrio de Salamanca en el que entra a raudales
la luz primaveral. De eso y de cómo la genética se empeña en superar cualquier
barrera. El que a lo suyo no sale...
Sole Alonso diseña y confecciona
vestidos de novia; Javier Martínez es arquitecto. En su casa siempre se ha
pintado, pero ahora las tornas han cambiado: «Toda la vida pensando que
íbamos a tener que mantener a Jaime y lo mismo nos acaba manteniendo él a
nosotros».
A Jaime, como a todos, le
encantan los fines de semana. Todas las mañanas se levanta y dice: «Hoy
viernes, mañana sábado». Y punto. Eso significa quedarse en casa y pintar, pintar hasta
caer rendido. En papeles, en cuadernos, hasta en las paredes.
Para evitar males mayores, Sole y Javier han convertido las paredes del pasillo
en una gigantesca pizarra. Allí, a lo grande, ensaya su hijo los diseños
que luego llevará al papel y que terminarán enmarcados en algún rincón,
recogidos en alguno de los múltiples libros que sirven de archivo artístico o,
por qué no, estampados en la camiseta de moda en el Instagram de
algún famoso.
La conversación transcurre
mientras él dibuja y dibuja, ajeno a todo, murmurando, como un mantra, frases
inconexas de El Rey León, su película favorita y motivo de muchas de sus
obras. Sólo ha visto el musical una vez y la emoción fue tal que sus padres
pensaron que le iba a dar algo. Porque Jaime, además de tener autismo, es
epiléptico, como el 20% de quienes padecen un trastorno como el suyo. El año ha
empezado agridulce en casa, con varios ataques pero con un Jaime más
comunicativo que de costumbre, dentro de sus posibilidades. Hace un mes que no
va al centro de día. Todos los días son sábado, así que está tan contento.
Hablamos de él, de cómo su
padre utiliza la lengua de signos para acciones básicas, como trabajar, dibujar
(cómo no), saludar o comer; de cómo a veces se enfurruña y hay que adivinar si
le duele algo o si le apetece un bocata de chorizo; de que a veces le da por
cantar «canciones blanditas», porque es «un cursi»; de que sueña con
Disneyland París pero posiblemente nunca lo visite, demasiadas emociones para
alguien tan sensible; de que uno de los días más felices de su vida lo pasó en
una instalación artística rodeado de luces de colores que le trepaban por el
cuerpo como gusanos, y de cómo volvió a casa y corrió a dibujarlo.
Nosotros hablamos y él dibuja,
ajeno a todo, en su mundo. Pero de repente aparece con unas tijeras en la mano.
A veces colorea con tal intensidad que los rotuladores atraviesan el papel, y
ahí hay dos opciones: si el agujerito es redondo y no queda demasiado mal, pasa
a formar parte de la obra; si no le gusta, hay que parchear. El agujerito de
ahora no le ha gustado a Jaime. «Papá corta», blande las tijeras. En su
mundo, papá es el que recorta y mamá la que lee, y no hay más que hablar.
Así que Javier, con una paciencia infinita, recorta un cuadradito de papel
blanco tras otro hasta que el parche, pegado con celo por detrás del folio, se
adapta al gusto de su hijo. Y es un gusto exigente.
En el riquísimo mundo interior de
Jaime todo tiene un orden. Las cosas son como son y evolucionan, sí, pero
dentro de un orden. En la entrada a casa hay una cebra gigantesca envuelta en
plástico apoyada contra la pared que decorará el enésimo pop up de los últimos
meses. Pues bien, no es una cebra, es LA cebra. De perfil, con su orejita
agachada hacia atrás, sus rayitas blancas y negras que parecen trazadas con
tiralíneas, sus crines rectangulares y su cola en forma de triángulo peludo. La
primera cebra que pintó la tienen sus padres colgada en la habitación.
Efectivamente, no ha cambiado demasiado, es LA cebra, solo que con un
estilo más infantil.
En cambio, los motivos de sus
obras sí han variado porque, aunque ahora se incline hacia el mundo animal, su
primera obsesión iba sobre ruedas. Era aún muy pequeño cuando se acercó por
primera vez a la mesa en la que sus padres dibujaban, cada uno enfrascado en su
propia creación. El niño se sentaba allí, entre los dos, y los observaba con
esa forma de observar que tienen los autistas, con la mirada como vacía pero
tremendamente llena de curiosidad, todo a la vez.
Su madre lo quería entretener y
le pintaba el tren de Dumbo. Su parte favorita llegaba cuando las jirafas
asomaban del vagón, las señalaba y pedía -o exigía- que fueran más altas, o más
esbeltas. «Cuando empezó a hablar un poco me decía: 'Mámá, pinta tren', y
yo le contestaba: 'Píntalo tú'». Y así empezó la relación de Jaime con las
ceras, una época, con los rotuladores otra, incluso con los acrílicos, para
desesperación familiar: «¡Gasta litros y litros de pintura!».
Lo suyo con los animales es
verdadera fascinación porque «interactúan con él a su manera». No le exigen
respuesta ni empatía. Son lo que son, hacen lo que hacen, y ya. Jaime devora
documentales, tiene una colección de National Geographic que desborda
las estanterías, quién sabe si aprendió a leer y a escribir sólo para ser capaz
de buscar nuevas especies en Google, bichos de la Sabana Africana que
nadie conocía en casahasta que él los convirtió en ilustración.
Su primera incursión en el mundo
de la moda no fue tan agradable como cabría esperar. Gajes del oficio, Sole vio
que su hijo hacía unos dibujos «monísimos» y no pudo evitar llevarlos a su
terreno. La familia entera viste casi a diario camisetas y sudaderas
blancas y grises con las ilustraciones de Jaime en el pecho y el nombre
trazado en letras irregulares pero redonditas a la espalda, o viceversa.
El verano pasado se fueron a su
casa de vacaciones, en Sanxenxo, y de repente todo el mundo quería ponerse
«un Jaime». Hubo un gran pedido, hubo gente por las mañanas comprando género y
hubo una primera bajada a una playa plagadita de animales de Jaime. El horror.
«Pobrecito, estaba angustiadísimo porque veía sus dibujos arrugados por el
suelo llenos de arena», se ríe ahora su madre, y se acuerda de su hijo,
desesperado, limpiando camisetas sin entender bien qué estaba pasando allí.
Cada mañana, Jaime despierta con
una agenda que detalla todo lo que va a hacer en el día, para que no haya
sorpresas. Cuando las cosas van pasando, él las dibuja en su agenda, ya sea una
película «de tiros» o una visita a la abuela. Hoy quizá dibuje una cámara, o un
periódico. O quizá un SOS...
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