Marcel Proust: El laberinto de la memoria
Hay una fotografía de Marcel Proust, su hermano y su madre capaz de producir escalofríos. Madame Proust está sentada, mientras que sus hijos, dos jóvenes veinteañeros, están de pie uno a cada lado de ella. Van bien vestidos y en sus ojos hay una mirada que hace pensar en elboulevard y en el salon. Los dos tienen algo de felino y afectado.
Es fácil imaginar por qué maman tiene un aire tan severo y reprobador. Es una mujer que ha visto la cara a las dificultades, y estos jóvenes están preparados para las dificultades más dulces, delicadas y placenteras. Cuando el observador vuelve a deslizar su mirada hacia ellos puede apreciar en Marcel más inquietud interior; su mirada no es tan sosegada como la de su hermano Robert.
Las cartas que su madre envió a Proust establecieron el escenario del primer volumen de su novela y marcaron la pauta de su vida. Una de las misivas, por ejemplo, fue escrita en 1895, cuando Proust tenía 24 años y estaba en Dieppe con el compositor Reynaldo Hahn, del cual estaba enamorado. Su madre quería saber exactamente a qué hora se iba a dormir y a qué hora se levantaba. Así que escribió: couche (acuesta)y dejó un espacio en blanco para que su hijo lo rellenase, y a continuación, escribió leve (levanta), y dejó otro espacio.
Cuando comenzó a explicarse en su larga novela, que empezó pocos años después de la muerte de su madre, tuvo la hermosa idea de que ella, al morir, le había dejado un enorme espacio en blanco que tenía que llenar. Deseaba conocer todos los detalles; no quería que se le escatimase nada mientras estaba sentada en su silla en el cielo, con la mirada baja; y él haría cualquier cosa por complacerla.
Dedicaba muchísimo esfuerzo a la revisión. Una de sus costumbres, como muestran los manuscritos pertenecientes a la Biblioteca Nacional de Francia que estuvieron expuestos en la Biblioteca Morgan de Nueva York a principios de año, era arrancar páginas y después pegarlas en otro lugar. Reescribía y tachaba mucho, incluidos los numerosos borradores de la página inicial de su larga novela.En sus comienzos, Proust dudaba de si era un ensayista o un novelista. En una carta se pregunta: “¿Soy un novelista?”. Poco a poco, los caprichosos cuadernos de notas, adquiridos por su aspecto exterior, fueron sustituidos por sobrias libretas de ejercicios, y quedó de manifiesto que era un novelista, aunque un novelista de una clase muy especial.
La famosa palabra magdalena, con todas las asociaciones que conlleva, aparecía en un borrador de 1910 de Por el camino de Swann con el término más banal de galletas.
La letra de Proust era la de un novelista más que la de un dandi. Sin embargo, en una carta a un editor, cuando trataba de explicar de qué trataba su obra, una palabra aparecía escrita con extraña precisión. En esa carta, Proust describía el trabajo que tenía entre manos: “Es una auténtica novela, indecente a veces. Uno de los personajes principales es un homosexual”. Su letra es terrible. La mayor parte de las palabras se puede reconstruir solo por el contexto. Pero la palabra homosexual, escrita de su mano, destaca por la claridad de su trazo, cada letra perfecta. Al mirarla se tiene la sensación de que era una palabra que Proust no solía escribir, o tal vez que disfrutaba escribiéndola, o que era un término al que en ese momento quería dedicar su tiempo.
En el primer volumen, publicado hace cien años, Proust pretendía cancelar la cómoda simplicidad del hecho de recordar; además aspiraba a procurar a un niño el cúmulo de preocupaciones e inquietudes neuróticas que podrían corresponder a un adulto sofisticado y consciente de sí mismo. Sin embargo, para él no bastaba con dejar constancia de la memoria, sino que pretendía brindar a la emoción que la envuelve las metáforas y los símiles más exquisitos. Algunos de ellos eran sumamente rebuscados y complejos, pero brillantes en su minuciosidad, resultado de abundante reflexión y análisis.O quizá la palabra fue escrita para que maman, que miraba desde el cielo preocupándose felizmente hasta la eternidad, pudiese descifrarla con facilidad.
Para Proust, la memoria era un laberinto, cuyo interior, sin embargo, no encerraba espacios amables ni un resplandor acogedor. Era obsesiva, abierta a desplazamientos y a cambios, con grandes dosis de calificación y modificación. Marcel Proust no estaba preparado para conformarse con lo simple. Si bien era un observador natural que se ajustaba a la definición de Henry James según la cual un novelista es “alguien a quien nada se le escapa”, también trasladó algo de la forma ensayística al espacio más sensual de la novela. Su habilidad para transmitir sensualidad al acto mismo de pensar era extraordinaria. Asimismo, disfrutaba dramatizando los sentimientos con una precisión y una exactitud máximas. Con esta combinación compuso su obra maestra.
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