Árboles en la
nieve
En opinión de Amos Oz, Franz Kafka fue el mayor
profeta del siglo XX, capaz de prever la deshumanización y las tiranías, la
crueldad del poder y la impotencia del ser humano.
Existe un relato breve de Kafka que se titula Los árboles. En él, el autor dice que
somos semejantes a unos árboles en la nieve, que parecen flotar, como si no
tuvieran raíces. Es pura apariencia, escribe Kafka, porque todo el mundo sabe
que los árboles tienen raíces bien enterradas. Y dice a continuación: pero eso
también es pura apariencia.
Hace 60 años, una noche de invierno, en el kibutz Hulda, un chico de 15 años leyó
este fragmento de Kafka, y se sintió transformado: los árboles, las colinas,
los aullidos de los chacales en la noche invernal, todo había dejado de ser
sencillo. Hay una realidad, y hay una realidad interior, y más. Los hechos
pueden convertirse en el peor enemigo de la verdad. Este relato, Los árboles, no solo fue mi primer
contacto con Kafka, sino que leerlo, como leer sus demás obras, contribuyó
enormemente a mi formación. Además, Kafka tiene cierta manera de poner al
descubierto una pesadilla en un lenguaje de lo más burocrático. Sus demonios
llevan traje y corbata. Su infierno es un despacho vulgar y destartalado.
Hace tiempo leí que hacia el final de su vida, cuando
estaba ya muy enfermo, Kafka coqueteó con la idea de seguir los pasos de varios
judíos que habían ido a la escuela con él en Praga y emigrar a Israel.
Incluso vi un cuaderno de ejercicios con el que intentó aprender hebreo por su
cuenta. Llegué incluso a imaginar una situación en la que Kafka vivía en un kibutz de habla alemana en Israel,
llevaba las cuentas de la comunidad y escribía en sus ratos libres, en una
cabaña situada al borde del kibutz,
que le habían concedido para que le sirviera de estudio.
Habría tenido nostalgia de Europa,
como sus condiscípulos y como tantos otros que dejaron Europa y se fueron a
Israel antes de Hitler. Todos aquellos —entre los que
estaban mis padres y mis abuelos— que se fueron de Europa oriental o, mejor
dicho, a las que expulsaron por la fuerza de Europa oriental, en los años
treinta. Amaban Europa, pero Europa nunca les quiso a ellos. Hoy, todo el mundo
es europeo, y el que no lo es está haciendo cola para serlo. Hace 80 o 90 años,
los únicos que eran auténticos europeos en Europa eran los judíos como mis
padres. Todos los demás eran patriotas búlgaros, patriotas irlandeses,
patriotas noruegos… Los judíos eran europeos devotos. Eran políglotas, les
encantaba que hubiera historias distintas, y los legados literarios, y los
tesoros artísticos y, sobre todo, amaban la música. Y amaban los paisajes, los
prados y los bosques, los torrentes y los bosques nevados, los estrechos
callejones de las ciudades antiguas, las universidades y los cafés. Pero Europa
nunca les quiso a ellos. Por ser genuinos europeos les tacharon de
“cosmopolitas”, “parásitos”, “intelectuales sin raíces”. Cuando el
antisemitismo se volvió violento en Polonia, en los años treinta, mis padres y
mis abuelos, llenos de tristeza, decidieron irse de Europa y emigrar a
Jerusalén. Escogieron Jerusalén, no porque quisieran desplazar a los árabes,
sino porque no tenían ningún otro sitio donde ir. En los años treinta, todos
los países del mundo cerraban sus puertas a los judíos. Canadá dijo que no iba
a acoger a ninguno. Suiza mostró aún más dureza. Las calles europeas tenían
pintadas en las que se leía: “Los judíos a Palestina” (sesenta años después, esas
mismas paredes en Europa tenían pintadas contrarias: “Fuera los judíos de
Palestina”…).
En cualquier caso, mi familia se estableció en Jerusalén
en 1934 y gracias a ello sobrevivió al genocidio nazi alemán. Pero siempre
echaron de menos Europa. Estaban furiosos con Europa, pero al mismo tiempo
añorantes, unos sentimientos que se pueden describir como de amor decepcionado,
amor no correspondido. Cuando era pequeño, mis padres me decían siempre: “Un
día, no en nuestra vida pero quizá sí en la tuya, Jerusalén crecerá y se convertirá
en una ciudad de verdad”. No entendía qué querían decir: para mí, Jerusalén era
la única ciudad del mundo. Pero ahora sé que, cuando mis padres decían que
Jerusalén se convertiría en una ciudad de verdad, se referían a una ciudad con
un río en medio, con puentes sobre ese río, con bosques frondosos alrededor. Es
decir: una ciudad europea.
Soy hijo de unos refugiados judíos a los que expulsaron de
Europa con violencia. Por suerte para ellos: si no les hubieran echado de
Europa en los años treinta, habrían muerto asesinados en la Europa de los años
cuarenta.
Todavía llevo dentro de mí la ambivalencia de mis padres
respecto a Europa: añoranza y rabia, fascinación y frustración.
En toda mi obra literaria se encontrarán con esos europeos
desarraigados que luchan para crear un minúsculo enclave europeo, con librerías
y salas de conciertos, en el calor y el polvo del desierto, en Jerusalén o el kibutz. Personajes que quieren reformar
el mundo y no saben ni atarse los zapatos. Idealistas que debaten y discuten
sin fin entre sí. Refugiados y supervivientes que se esfuerzan para construirse
una patria pese a todas las adversidades.
Israel es un campo de refugiados. Palestina es un campo de
refugiados. El conflicto entre israelíes y palestinos es un choque trágico
entre dos derechos, entre dos antiguas víctimas de Europa. Los árabes fueron
víctimas del imperialismo europeo, del colonialismo, la opresión y la
humillación. Los judíos fueron víctimas de la persecución europea, de la
discriminación, los pogromos y, al final, una matanza de dimensiones nunca
vistas. Es una tragedia que esas dos antiguas víctimas de Europa tiendan a ver,
cada una en la otra, la imagen de su pasada opresión.
El conflicto palestino-israelí es un choque trágico entre
dos derechos. Los judíos israelíes no tienen ningún otro lugar donde ir, y los
árabes palestinos tampoco tienen ningún otro lugar donde ir. No pueden unirse
en una gran familia feliz porque no lo son, ni son felices ni son una familia:
son dos familias desgraciadas. Creo firmemente en un compromiso histórico entre
Israel y Palestina, una solución de dos Estados. No una luna de miel, sino un
divorcio justo, que coloque a Israel al lado de Palestina, con Jerusalén oeste
como capital de Israel y Jerusalén este como capital de Palestina. Algo similar
al pacífico divorcio entre checos y eslovacos.
Muchos de mis relatos y novelas están situados en Israel,
pero tratan de cosas grandes y sencillas: amor, pérdida, soledad, añoranza,
muerte, deseo, desolación. Soy un testigo escéptico de mi época y un observador
irónico y caritativo de la comedia humana. En mi opinión, Kafka fue el mayor
profeta del siglo XX, capaz de prever la deshumanización y las tiranías, la
crueldad del poder y la impotencia del ser humano. Él me enseñó que los
árboles, y todas las demás cosas, no son nunca lo que parecen.
Discurso de
Amos Oz pronunciado al recoger el Premio Kafka, el 24 de octubre de 2013 en
Praga.
Traducción del
inglés de Mª Luisa Rodríguez Tapia.
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