'Guerrero de
Goslar', de Henry Moore, expuesta en las calles de Santa Cruz de Tenerife a
finales de los setenta. / EFRAÍN
PINTOS
(Creo que el segundo niño -por la izda- soy yo)
Duelo de gigantes al aire libre
Una exposición itinerante de
Henry Moore por cinco ciudades españolas celebra el 40º aniversario de la
histórica muestra en Tenerife de escultura en la calle.
IKER SEISDEDOS
Santa Cruz de Tenerife 28 NOV 2013 - 21:25 CET
La vida siempre ha fluido entre gigantes en
la elegante Santa Cruz de Tenerife. Está La estatua,así
llamada a secas en conmemoración de los logros de nadie recuerda muy bien
quién; esa espiral de Martín Chirino que un mal día amaneció vandalizada por la
autoridad (in)competente; y hasta el monumento a Franco, que permanece erguido
en bronce contra la lógica de la historia. Pero más que nada, está la
majestuosa sucesión de esculturas abstractas de la Rambla y el parque García
Sanabria, que un grupo de entusiastas arquitectos, intelectuales y amantes del
arte se trajeron de un país extranjero llamado modernidad aquel heroico 1973.
De modo que no sorprende que la ciudad haya convivido el último mes sin grandes
sobresaltos con la exposición, comisariada por Anita Feldman, de siete enormes
piezas de broncíneo azabache de Henry Moore (1898-1986), revolucionario de la
escultura del siglo XX y poeta del espacio público.
Si la fundación que vela por el
legado del artista británico y la Obra Social La Caixa escogieron Santa Cruz
como primera parada de latournée española
de Moore, que continuará en diciembre en las Palmas de Gran Canaria para
después recalar en Sevilla, Bilbao y Valencia, lo hicieron como un tributo a
aquella iniciativa, de la que ahora se cumplen 40 años, y que dejó en Santa
Cruz obras importantes de escultores como Paolozzi, José Abad, Remigio Mendiburu
o Guinovart. Entre los 43 artistas que aceptaron participar, la mayor parte sin
cobrar por ello, hubo algunos, también Moore, que lo hicieron con la condición
del regreso del préstamo. Entre las piezas que se pudieron contemplar allí
entonces, y solo entonces, había un gargallo, un julio gonzález, unmarino marini y hasta un calder.
Que Santa Cruz recobrase el
privilegio de lucir permanentemente un bronce de Moore se debe al empeño del
arquitecto y fotógrafo Carlos Schwartz, que trabó a mediados de los setenta en
Inglaterra cierta amistad con el genio y logró convencerlo de que la ciudad
había quedado “desconsolada y triste”, ante la pérdida de Figura recostada(1963), aportación del
escultor a la muestra del año 1973. Para ocupar su vacío llegaría para quedarse
en 1977 Guerrero de Goslar, obra cumbre de Moore, a cambio del
coste de la fundición. Desde entonces, el mercenario tumbado ha servido, entre
otros usos cívicos, para que los niños de varias generaciones trepasen por él.
Los arquitectos Carlos Schwartz y Vicente Saavedra rememoraron recientemente aquellas circunstancias bajo los
flamboyanes y laureles de indias de la Rambla en un paseo en dirección
contraria al tiempo y la memoria y con rumbo al Colegio de Arquitectos, el
lugar donde arranca esta historia. Como parte de ese proyecto modernizador de
refinadas geometrías se construyó a finales de 1972 una plaza de acceso en la
que fue colocada la pieza de Martín Chirino Lady Tenerife contra la naturaleza escarpada de la
isla. Aquella fantasía curva de intenso color rojo supuso, como recuerda
Saavedra, coautor del edificio junto a Javier Díaz-Llanos, el bautismo de la
ciudad en la “escultura abstracta y no conmemorativa”.
La Comisión de Cultura del
Colegio, que hoy asiste a la demolición sorda que le tenía guardada el tsunami
de la crisis, estaba formada entonces por un heterogéneo grupo, mezcla de
jóvenes entusiastas y personalidades de la cultura española, como el arquitecto
Josep Lluís Sert y el pintor Eduardo Westerdahl, mítico editor entre 1932 y
1936 de los 38 números de la Gaceta
del Arte, caldo de cultivo indispensable de
la Exposición Surrealista del Ateneo, que contó en 1935 con la presencia de
André Breton. En la estela de la refinada ambición isleña de Westerdahl y con
la colaboración del crítico Roland Penrose, que escribió una elogiosa reseña en The Times, surgió el proyecto de la I Exposición Internacional de
Escultura en la Calle. Entre los que respondieron a la llamada del remoto
archipiélago al final de la noche del aún más remoto franquismo, hubo quienes
se limitaron a mandar las piezas. Pero otros, muchos, viajaron a Santa Cruz
para supervisar la colocación de sus obras. Durante meses, la ciudad se
convirtió con la complicidad y la sorpresa de sus habitantes en un “enorme
taller de artistas”, como recuerdan a dúo Schwartz y Saavedra. La ocasión lo
merecía: entonces, la idea de la escultura pública era solo una quimera
ensayada con timidez en el museo madrileño a la intemperie de la Castellana;
aún no se había celebrado el concurso de escultura al aire libre de la
Autopista del Mediterráneo y las efigies de Botero o Valdés todavía no eran
moneda común en el paisaje urbano de nuestras ciudades.
Mucho han cambiado las cosas en el género del arte
público. Casi cuatro décadas de democracia han dejado tras de sí cadáveres en
rotondas y plazas de media España en nombre de la especulación urbanística y la
ansiedad de las autoridades por cortar la cinta inaugural a tiempo de salir en
la foto oficial. Los retos de conservación, con todo, siguen intactos. En el
mismo ideario utópico de la escultura al aire libre (alterar con modales de
museo la cotidianidad de un público poco inclinado a visitar los templos del
arte) se encierra su propia condena: el vandalismo y el incivismo aún se
antojan, tantos milenios de civilización después, irradicables. La oportunidad
de la efeméride ha permitido al menos a los impulsores de aquel sueño arrancar
de las autoridades tinerfeñas un mayor compromiso con la restauración de las
piezas. Y eso incluye la puesta al día de la que Plensa, acaso el escultor
español más internacional y último premio Velázquez, instaló donde la rambla se
precipita hacia el océano para conmemorar en 1994 el 20º aniversario de aquella
hazaña. Entretanto, y como testimonio de lo que pudo ser y
en cierto modo fue, ahí sigue el guerrero de Moore, que parece contento de
haber estado acompañado este mes en una exposición única por siete de sus
hermanos de bronce.
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