De los negocios limpios que encubren actividades sucias se suele decir que son una tapadera. Las hay de todos los tamaños, desde el puesto de pipas que da salida al tabaco de contrabando, a la banca que blanquea la pasta grande del crimen organizado u Estado paralelo. Entre un extremo y otro discurre una cremallera cuyos dientes pertenecen, de forma alternativa, al Estado legal y al paralelo. Ninguno es nada sin el otro. Si de aquí a mañana cesara en todas sus actividades el Estado bis, el legal se vendría abajo sin remedio. En nuestras fantasías infantiles, las tapaderas estaban formadas por bares, restaurantes o salas de juego. No se nos ocurría pensar que la mercería de la esquina o la churrería del mercado pudieran ocultar, bajo los productos que les eran propios, otros de distinta naturaleza. A la tapadera, en todo caso, se le acaba notando que es una tapadera porque la dirige un tío que en agosto se sube las solapas de la gabardina. Estamos hablando de esos restaurantes vacíos, de esas tiendas de lujo en las que no entra nadie, de esos concesionarios de coches que no venden coches… Ahora bien, la mejor tapadera es la tapadera de acero inoxidable, también llamada democrática: A mí me han votado.
Quiere decirse que, si uno ha decidido dedicarse al robo con garantías jurídicas, el Gobierno es la mejor de todas las tapaderas posibles. Bajo el amparo del Gobierno se puede jugar fuerte. Su tapadera ofrece una variedad enorme de actividades delictivas con cobertura legal. No es fácil decidir, por ejemplo, de qué lado de la cremallera cae el diente que acaba de dar un mordisco a las pensiones. Podría parecer que cae del lado de la tapadera, que es el Gobierno, pero quizá haya sido una orden de la delincuencia organizada. La pregunta es cuánto paga el gobierno paralelo al legítimo por sus servicios.
Juan José Millás
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