Aquel olor a ceniza mojada
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 04/09/2011
El escritor había llegado a Nueva York con su familia diez días antes. Un septiembre tranquilo. Pero todo cambió en minutos. Lo más irreal se hizo lo más real. Recuerda aquí sus sensaciones. Sobre todo, el olor.
Recuerdo de aquellos días que iba por la calle con la determinación instintiva de fijarme en todo tal y como lo vieran mis ojos, sin veladuras de interpretación o de opinión; ir mirando, escuchar, percibir los olores, aislar las sensaciones, contar lo que veía como si fuera una cámara, como cuando Christopher Isherwood dice eso al principio de Adiós a Berlín, "Soy una cámara". No había vuelos comerciales a la ciudad. No había en ese momento nadie de la corresponsalía del periódico. Elvira y yo habíamos llegado con tres de nuestros hijos a Nueva York diez días antes, con el propósito de que ella descansara del agosto laborioso que había tenido en España escribiendo una crónica diaria. Yo empezaría a dar unas clases en la City University a principios de octubre. Septiembre sería el mes de vacaciones que no habíamos tenido aún ese año, y como los hijos no habían estado nunca en la ciudad, nosotros nos convertiríamos de nuevo en turistas para enseñársela a ellos. Uno o dos días antes habíamos bajado en metro a las Torres Gemelas. A ellos les hizo mucha sensación que la estación estuviera en el vestíbulo de una de las torres, un gran espacio cóncavo en el que resonaban siempre los pasos atareados de la gente, ejecutivos y turistas, repartidores de comida, empleados de las oficinas.
Yo había estado allí en mi primer viaje a Nueva York, en 1990, con un grupo de escritores españoles, entre ellos Bernardo Atxaga y José María Guelbenzu. Había subido con ellos al mirador de la planta más alta, con la camaradería del asombro, viendo desde allí, hacia el Norte, la amplitud selvática de la ciudad; hacia el Oeste, el Hudson; hacia el Sur, la boca del océano, el horizonte en el que se distinguían en la bruma las torres picudas de Ellis Island y la estatua de la Libertad, los paisajes invariables del turismo. Aquel día muy caluroso de septiembre de 2001 se nos hizo tarde para subir al mirador o a los adultos nos pudo la desgana y aplazamos el ascenso para un poco después. Al fin y al cabo teníamos un mes entero, y las torres estarían allí, invariables, mucho más atractivas para la mirada de lejos que de cerca, como estaría el Empire State y la estatua de la Libertad, o como está en Roma el Coliseo o en París la torre Eiffel, a medias reales y a medias espejismos turísticos, calderilla visual de postales y souvenirs, de recordatorios kitsch con baño de oro falso o lucecitas interiores.
a imaginación es fatalista; se acostumbra enseguida a lo que ya ha sucedido: ahora ya no sabemos recordar el estupor de que de un día para otro las dos torres no existieran, ni siquiera nosotros, que estábamos allí, que tantas veces a lo largo de estos diez años hemos respondido a la pregunta, cómo era estar en Nueva York la mañana del 11 de septiembre, salir a la calle, acercarse lo más posible a la frontera que establecieron las vallas de la policía, primero en Houston, luego un poco más al sur, en Canal Street, delimitando una parte de la ciudad que se volvía del todo fantasmal en cuanto caía la noche, cuando en los controles solo le permitían el paso a quien llevara uniforme de policía o de bombero o a quien mostrara con un documento de identidad que vivía o había vivido en la zona.
La escala verdadera del horror la escondía el secreto. No se podía pasar más allá de un cierto punto, y durante semanas el solar inmenso de escombros donde habían estado las torres permaneció tapado por altas pantallas de plástico o lona. No se veían fotos de heridos o de muertos. La pornografía visual a la que se entregaron algunos medios desalmados en España después del 11 de marzo de 2004 no se permitió en Nueva York. Tampoco la inmundicia de la gresca política a costa de las víctimas.
De modo que de un día para otro ya no éramos turistas, sino enviados especiales del periódico, y teníamos que mandar crónicas veloces de lo que veíamos, y al mismo tiempo adaptarnos a una incertidumbre demasiado absoluta como para que la haya preservado bien el recuerdo. La memoria hace trampa porque ahora sabemos lo que vino después, igual que hace trampa para convertir en natural lo que era inaudito. Había que fijarse en todo y había que vencer el miedo a que continuaran sucediendo cosas atroces. Después de que un avión colisionara contra una de las torres había aparecido en el cielo un segundo avión que atravesó la otra en una catástrofe de fuego. Cuando apenas nos adaptábamos a la imposibilidad de que una torre se hubiera derrumbado en unos segundos ya se estaba derrumbando la otra. Aviones militares atronaban el cielo volando muy bajo y proyectaban sus siluetas exactas sobre las calles y sobre las fachadas de los edificios. Pero cada nuevo avión podía ser otro emisario de catástrofe, lo mismo que cada largo alarido de sirena podía indicar un nuevo atentado. Estábamos en una isla unida al mundo exterior por unos cuantos puentes y túneles. De pronto se habían cortado las conexiones telefónicas. Quizá de un momento a otro se cortara la luz eléctrica o el suministro de agua. Nada que ocurriera sería menos inverosímil que lo que ya había sucedido. En la radio decían que un avión o un misil se habían estrellado contra el Pentágono, que otro avión podía estar dirigiéndose hacia la Casa Blanca. Los chicos, alucinados, miraban el televisor y desayunaban leche con galletas, mucho menos asustados que nosotros.
Era preciso fijarse en todo. Ser una cámara, un testigo absoluto. En el supermercado, la gente compraba cosas metódicamente y en silencio. Qué se debe comprar en esas circunstancias: botellas de agua, pan de molde, comida congelada, leche, cereales. Pero por qué no también bombillas, velas, alimentos no perecederos por si se corta la electricidad y no funciona el frigorífico, quién sabe. Nadie sabe. Nadie sabía. No saber conducía al aturdimiento más que al miedo. Buscábamos cestas de plástico para poner las cosas, pero ya no quedaban. La gente llevaba lo que quería comprar en las manos. Sin una cesta de plástico, el número de artículos que se pueden acarrear es muy limitado. En las colas perfectamente ordenadas de las cajas nadie hablaba. Se oía el tecleo en las cajas registradoras y el pitido del láser al reconocer los códigos de barras y la cantinela sempiterna de las cajeras neoyorquinas: Next? (¿el siguiente?).
A diferencia de lo simbólico o lo literario, lo real subyuga porque es específico. Nueva York en la mañana del ataque a las Torres Gemelas no era lo que nosotros veíamos. Eso lo veía cualquiera en cualquier parte del mundo, en la pantalla de un televisor. Nosotros veíamos un cielo limpio y sereno -el viento llevaba el humo hacia el este, hacia Brooklyn- y esa plaza que se forma en la confluencia de Broadway con Columbus Avenue a la altura de la Calle 66, donde hay una boca de metro y un busto poco afortunado de Leonard Bernstein, rodeado de sillas y mesitas metálicas en las que la gente se sienta a tomar el sol, comer un sándwich o hablar por teléfono. La boca del metro estaba abierta, pero nadie entraba ni salía por ella. Es una estación de la línea 1, la que pasaba por las torres. En los ventanales de las aulas de la Juilliard School no se veían músicos jóvenes ensayando. No se percibían cambios radicales en las cosas, tan solo diferencias de grado: un poco menos tráfico; más gente subiendo por la acera de Broadway a media mañana, cuando deberían haber estado en las oficinas. Mujeres enérgicas con trajes de chaqueta y zapatillas deportivas; hombres con corbata y con la chaqueta del traje al hombro, fatigados por el calor y las largas caminatas. Era ese tiempo ahora tan lejano en el que no todo el mundo iba por la calle con un móvil adherido a la oreja. Alguien se paraba en una esquina para marcar un número y no conseguía respuesta. Alguien escuchaba con el teléfono en el oído y con una expresión de estupor o de pánico.
Aprendíamos con extrañeza que la normalidad y el desastre pueden ser simultáneos. En un extremo de la ciudad, los supervivientes caminan extraviados por un desierto de ceniza en el que el humo y el polvo lo envuelven todo en una noche apocalíptica y unos kilómetros más al norte un camarero con chaquetilla negra limpia las mesas de un restaurante al aire libre y un vagabundo demente habla y gesticula solo en un banco de una plazoleta, bajo una estatua de Dante.
A la mañana siguiente, según se bajaba hacia el sur, una gasa de humo y ceniza debilitaba la luz del sol convirtiéndola en una claridad anaranjada. Por Union Square y Washington Square y las calles del Village, mucha gente llevaba mascarillas. Como no había tráfico, se escuchaba por todas partes un rumor multiplicado de pasos. Al fondo de las calles donde hasta ayer mismo habían estado las Torres Gemelas ahora ascendía una sola torre de humo negro mucho más alta. Partículas invisibles de polvo y de humo y ceniza picaban en la garganta. Luego comprendimos que en aquel aire que respirábamos habría también partículas volatizadas de los cuerpos humanos que nadie llegó a ver. La gente iba perdida de un lado para otro desconociendo los lugares más habituales, que de repente ya eran otros, como trastornados por la dislocación de los sueños. El día antes, a las nueve menos cinco de la mañana, una amiga nuestra había dejado a sus dos hijos en la escuela, justo al norte de las torres, y había regresado a casa con el alivio de quedarse sola a esa hora todavía fresca. Unos minutos después tomaba un café mirando perezosamente por la ventana de la cocina y lo que vio de pronto enmarcado en ella fue el apocalipsis, y salió corriendo a la calle para buscar a sus hijos. En Brooklyn Hights, otro amigo salía a cuidar el pequeño jardín que tenía en la terraza y al levantar los ojos vio una torre ardiendo y un avión que se acercaba en línea recta a la otra y que no podía ser verdad. Un directivo de un banco español al que conocí años más tarde acababa de salir de una de las torres y al mirar hacia arriba vio cómo un cielo negro se desplomaba sobre él y echó a correr y no recuerda lo que hizo durante los siguientes minutos ni cómo se salvó.
El estupor nos ayudaba a dejar en suspenso todo lo que no fuera la percepción sensorial de las cosas: el filtro sucio de la luz, la ligera aspereza del aire, las caras de resucitados de los supervivientes que salían del hospital St. Vicent's, el tormento incesante de las sirenas, los bosques de velas ardiendo a la caída de la noche en Union Square y en Washington Square y casi en cualquier esquina, las velas, los ramos y los vasos de flores debajo de las fotografías de los desaparecidos, las pequeña banderas y las lámparas votivas, las calles oscuras y desiertas y el parpadeo azulado de los televisores en todas las ventanas. Y el olor que no parecía que fuera a irse nunca, enquistado al cabo de los días en las estaciones de metro más cercanas a la catástrofe, el olor que si volviéramos a percibirlo nos devolvería la atmósfera exacta de lo que fue aquel tiempo: olor a ceniza mojada y a partículas infinitesimales de carne putrefacta.
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