Javier Pérez-Alcalde, Arquitecto (Equipo Olivares), 26.01.2025
Malos tiempos para la lírica, cantaba Golpes Bajos a comienzos de los años noventa. Casi una década más tarde, azuzado por la presión ingobernable del turismo masivo, el debate de la moratoria turística canaria estaba en plena efervescencia. Era momento de parar, decíamos, defenderse de las inercias del crecimiento abogando por una reflexión que mejorara la calidad y redujera la cantidad de lo construido. Éramos más jóvenes, más tiernos y con más energía, pero el entusiasmo juvenil no envolvía el espejismo del desarrollo sostenible, que ya se veía borroso, desdibujándose para confusión de los esperanzados y los crédulos.
Veinticinco años después, resulta más nítido el panorama, enfocado por la urgencia de una sociedad que transita a toda pastilla. De modo que no encuentro mejor síntesis de lo que viene aconteciendo ‐ni grupo de nombre más apropiado‐ para resumir en pocas palabras semejante desconcierto, tanto despropósito edificado, tamaña desmesura urbanística. En una tierra naturalmente dotada con las mejores condiciones, bendecida con un clima y un escenario paisajístico excepcionales, es tal la concentración de desatinos que uno ya no sabe si se trata de un problema de impaciencia, una cuestión de torpeza o, más bien, un ejercicio de pura incuria contribuyendo a animar el espíritu del momento. Será una mezcla de todo, posiblemente. En todo caso, y sea como sea, si prestamos un poco de atención no tardaremos en percibir el rastro chapucero de la inmediatez, la huella inquietante de las ocasiones perdidas. Y es que, a pesar de la abrumadora burocracia, de la lentitud exasperante de los procedimientos administrativos, las intervenciones urbanas, los edificios públicos, los lugares destinados a la convivencia, proliferan como setas olvidando a menudo su inexcusable carácter social, despreciando demasiado a menudo las oportunidades que, al margen de cómo las pinten, siguen desfilando regularmente ante nuestra desidia o estupor. A estas alturas, en fin, ya tendríamos que saber que las sociedades tienden avanzan de la mano de un buen urbanismo y una arquitectura solvente: no se debería tener que insistir en el valor pedagógico de lo que está bien hecho.
Vivimos tiempos de consumo veloz. También, por tanto, de una pesada digestión por exceso de acontecimientos encadenados. Es tal el agotamiento de imágenes, la profusión acelerada de estímulos, que urge tomar un poco de distancia. Frente a la inercia galopante de una etapa apresurada, ¿No sería conveniente rumiar un argumento pausado, detenerse a una observación lenta?, ¿no necesitaríamos reducir los apremios de modo que asimilemos menos pero más sólidamente? Convendría aminorar la marcha, en suma, reducir la temperatura para favorecer un necesario clima de reflexión: en los tramos vertiginosos se impone la pausa.
Son los rudimentos esenciales los que, con frecuencia, tendemos a olvidar. Por lo que respecta al lugar ‐a la tan elemental como prevalente cuestión climática o cultural‐ el espíritu local parece haber sido barrido por los vientos de la dudosa globalización. Todo se parece a todo, escasea la respuesta reflexiva y madurada: esa que surge, como debiera ser siempre, de las específicas condiciones de los emplazamientos, de los materiales disponibles o propios de la tradición, de los perfiles sociales y culturales o, aún antes, del régimen de vientos o el eterno ciclo del recorrido solar. Lastrados por un debate que parece haberse convertido en una guerra ideológica, ya no se atiende a los rigores del clima, cuyas exigencias son parte de una batalla de posiciones antes que una certeza científica. Y por estos pagos, donde sentimos cada vez más como el clima se tropicaliza, el aire se vuelve pegajoso y las lluvias escasean, donde el calor intenso se cuela en cualquier estación, el resultado de nuestras ciudades, de nuestros barrios y edificaciones no puede eludir esta circunstancia, ni pasar de puntillas y a toda velocidad. Vivimos tiempos atropellados, sí, y la pura mercadotecnia vende una rápida rentabilidad que perjudica la reflexión y limita una respuesta meditada. Y si esto fuera poco, la interpretación de las leyes es agotadora y decepcionante: con una rigidez torpe de portero de discoteca, sin cintura ni criterio para interpretar las singularidades, éstas no se estiman ni se atienden porque todo debe ser muy rápido y la promoción de la noticia se impone a la mínima concesión al debate. Mientras tanto, la Administración discurre con procesos de exasperante lentitud mientras convoca concursos en los que prima la economía inmediata, mal entendida, el puro pragmatismo de los ratios contrastados por tablas de Excel, el negocio ligero de los mercaderes expertos en cuentas de resultados. Se desechan las direcciones de obra de los redactores de los proyectos, lo cual no solo es un error de concepto, también suele ser más caro, y al mismo tiempo se exponen con alegría tantas y tan dudosas operaciones que, como decía, uno prefiere pensar que derivan de la precipitación antes que de razones de mayor gravedad.
Y así, si nos acercamos un poco más, si tenemos la paciencia y el interés de dejar de mirarnos el ombligo y observar pausadamente las particularidades de esta isla‐ciudad, nos topamos con un amplio surtido de torpes ejemplos, simple inacción o burdas decisiones que, como mínimo, siguen comprometiendo el soporte de las generaciones futuras. En estas islas, en algún momento llamadas Afortunadas, abundan los desafortunados ejemplos y su potencial de paraíso se dilapida sin rubor. Santa Cruz, curiosamente, le ofrece la espalda a los principales valores con los que cuenta: nuestro litoral, adornado con el espléndido marco de las montañas de Anaga, colonizado por un monocultivo industrial ‐regido con mano de hierro por la Autoridad Portuaria‐, desprecia su versatilidad de usos y deviene en un largo frente marítimo en el que escasean los accesos al mar; el barranco de Santos, un accidente geográfico de monumentales condiciones panorámicas, desconectado de la ciudad y desaprovechado como si fuera algo que debiésemos ocultar. Nos encantan las cifras, eso sí. La enfermiza carrera por la suma de las visitas, que no deja de crecer, redunda en la alegría pecuniaria por un turismo intensivo que no singulariza los lugares: todos iguales, todos impersonales, demasiado guiados por la batalla de las cifras del consumo y las hordas de visitantes. Guiados por un bucle interminable de errores de catálogo, bajo la espinosa relación entre las diferentes Corporaciones, se expone graciosamente el ribete folclórico pero no se atiende al nicho de singularidad que nos define.
Ahora, con el mercadillo que se pretende desplazar, estamos ante una oportunidad para convocar un concurso de ideas que estime la ubicación óptima y la mejor propuesta, capaz de dinamizar el pequeño comercio al tiempo que mejore un espacio urbano renqueante. O consumar con criterios solventes la reforma de la playa de Las Teresitas, tantos años postergada tras un concurso fallido y una cosmética participación ciudadana: con esos burdos kioscos, posados súbitamente deprisa y corriendo, sin carácter ni arraigo ni la más mínima reflexión. O atacar con valentía y transparencia el carril bici‐patín, tan necesario, que se asoma tímidamente sin un proyecto decidido, carente de consenso o elemental información. O qué decir, en fin, del misterioso caso de las paradas de guaguas, diseminadas por la isla como un batiburrillo disperso sin unidad ni intención, olvidando una y otra vez el valor singular de los elementos urbanos, la pequeña arquitectura como referente de identidad cultural (el caso paradigmático de los baños públicos en la ciudad de Tokio, recientemente populares tras la estupenda película Perfect Days). Desarrollar, en suma, los múltiples espacios susceptibles de modestas intervenciones con el llamado microurbanismo, operaciones fragmentarias, ágiles y de poco coste, que podrían implementarse como laboratorio urbano y que tantos ejemplos brillantes muestra, por ejemplo, el modelo de Barcelona en los últimos años… Y mientras tanto, la solución a largo plazo de la movilidad en una isla abarrotada perdida en el limbo de un debate partidista de esterilidad agotadora.
Malos tiempos, sí, mas no por ello imposibles. Ni definitivos ni irresolubles. Es más, volviendo a los Golpes Bajos, y a aquellos augurios tan presentes: la lírica transmite sentimiento, emociones que deben ser contagiosas hacia el objeto de inspiración. Y las intervenciones urbanas ‐parece de mentira que tengan que subrayarse las verdades del barquero‐ pertenecen a su tiempo tanto como a su lugar. Por eso las ciudades están obligadas a defender su esencia. Y la buena arquitectura, el buen urbanismo, deben de transmitir emociones. Pausa y sentimiento. No se trata necesariamente de una cuestión formal. Es más, el objetivo, más acá de la forma, radica en la búsqueda de la emoción, en la experiencia compartida de los espacios comunes. Y eso no va reñido con la economía, ni asociado con el lujo o la magnitud de la inversión. Pausa y reflexión. No hay que despistarse, simplemente mantener claro el objetivo y, con prisa pero con pausa, defender actuaciones ancladas en ideas de identidad, permanencia y solidez. Y eso puede encontrarse tanto en una construcción humilde como en arquitecturas más sofisticadas: la clave está más a mano de lo que podríamos suponer. Recuerdo, en fin, lo que escribe Antonio Muñoz Molina en el comienzo de su estupendo ensayo Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013), unas palabras que convendría repasar, tener en cuenta para mantenernos alerta:
“Qué lejos se nos queda ya el pasado de hace sólo unos años. En algún momento cruzamos sin advertirlo la frontera hacia este tiempo de ahora y cuando nos dimos cuenta y quisimos mirar atrás para comprobar en qué punto había sucedido el tránsito nos pareció asombroso habernos alejado tanto”.
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