Vemos a nuestros padres, como así lo fue con nuestros abuelos, como verdaderos superhéroes, invencibles, eternos, inmortales. Estamos tan acostumbrados a su longevidad, a tenerlos siempre con nosotros, que sus pérdidas se nos tornan insoportables. En estos últimos meses hemos perdido a tres de ellos -la muerte es siempre injusta-; hace sólo unos días a Domingo.
Con mi amiga M hablo a menudo por teléfono, sabedores que esta sinvida de la que nodisfrutamos entre semana hace cada vez más difícil el cara a cara. Hablamos del acontecer diario, del estrés que nos acompaña, de política municipal, de amores y desamores e, incluso, hasta de sucesos agradables. La conversación irremisiblemente, termina siempre con un ¿y cómo están tus padres? Es en ese momento cuando volvemos a la casilla de salida y nos compartimos achaques, médicos, sustos y alegrías.
Tal fue así estos días cuando, en un tris, pasamos de una cosa a la otra, de un "espero que se mejore" a un "lo siento mucho" y un café en el tanatorio.
Atrás queda el recuerdo de la jovial voz de Domingo, que confundía una y otra vez con la de su hijo, de esa sonrisa socarrona -con todos los respetos-, de esa educación exquisita. Atrás quedó Madrid, el Liabeny, el cocido en La Bola, los interminables paseos por la capital, que no será la misma sin él. Como tampoco lo será Santa Cruz, ni la avenida de Anaga, ni la calle del Pilar, ni su peña de amigos, ni su compañeros de despacho... Ni su familia, por supuesto.
Continuemos pues preguntándonos por los que quedamos.
Descanse en paz una buena persona.
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