No, esta vez no se trata de las Minas de Moira, símbolo del poderío de los Enanos de la Tierra Media. Hablamos en esta ocasión de Moira sí, pero en Lesbos, la isla griega. ¿Cómo hemos dejado que esto se nos escape de las manos? Va a resultar que los nazis son sólo un ejemplo más de la barbarie humana. No aprendemos.
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Regresan los campos de concentración
El mundo se llena de espacios de excepción sin las garantías
más básicas en los que seres humanos que huyen del horror o la miseria tienen
menos derechos que un preso que ha cometido un delito.
Unos días después de la entrada en vigor del acuerdo
antimigratorio entre la UE y Turquía, en 2016, decenas de
refugiados se agolpaban en las vallas del campo de
Moria, en la isla griega de Lesbos, en busca de comida y algo
de información del exterior. Las autoridades acababan de decretar que Moria se
convertiría en unas instalaciones cerradas y los internos no podrían salir de
allí: en protesta, las ONG que ofrecían sus servicios se marcharon y el
Ejército asumió parte de sus funciones.
A través de la alambrada, un grupo de sirios mostraban un
documento fotocopiado que se les había distribuido. En él se establecía que los
allí presentes habían sido “arrestados” por penetrar en el país de forma ilegal
y, como tales, tenían derecho a un abogado, a un traductor, a informar a sus
familiares y a las autoridades consulares y a ser puestos a disposición de un
juez. Es decir, a los derechos garantizados a todo detenido en el ordenamiento
jurídico de cualquier país democrático. Pero era una mentira tras otra; en Moria nada de esto se cumplía. Ni se cumple.
Ahmet, un afgano al que, junto a sus hijos de uno, dos y
tres años, le obligaron a permanecer durante horas bajo la lluvia el día que
llegó, a la espera de que se procesara su entrada en el campo, se preguntaba:
“¿Por qué nos tienen encerrados? ¿Somos criminales?”.
No. “Según el derecho internacional, entrar de manera
irregular en un país no es un delito, en todo caso es una falta administrativa.
Y así debería ser tratado”, expone María Serrano, investigadora de Amnistía
Internacional: “Una detención tiene que estar prevista en la ley,
debe durar el mínimo tiempo posible y debe estar fiscalizada por un juez. Si
una detención sucede de manera automática, sin atender a las responsabilidades
concretas del individuo, y no tiene mecanismos de revisión, podemos hablar de
detención arbitraria”.
Ahmet y otros como él forman parte de una categoría
creciente de personas que, alrededor del mundo, permanecen encerradas por
periodos indeterminados sin haber cometido un delito o sin haber sido condenadas
por un tribunal, que no están formalmente bajo arresto, pero que se encuentran
en lugares muy parecidos a una prisión y que tienen derechos aún más limitados
que un reo. Son inmigrantes y refugiados como los casi 400.000 que en 2018
pasaron por los centros de detención de los diferentes servicios de inmigración
y aduanas de EE UU, o los, al menos, 200.000 —según las estimaciones más
conservadoras de Global
Detention Project— que permanecen detenidos en diversas instancias
en la Unión Europea. Pero también miembros de minorías étnicas y religiosas,
como los entre 1 y 3 millones de uigures recluidos en
campos de reeducación en China. O aquellos a los que nadie quiere:
como los más de 70.000 esposas, familiares e hijos de combatientes del Estado
Islámico recluidos en campos en el norte de Siria, miles con pasaporte europeo,
pero cuyos países prefieren
mantenerlos en un limbo legal antes que hacerse cargo de ellos. Sistemas
que podrían definirse, sin errar demasiado, como campos de concentración.
Quizás al lector pueda resultarle exagerado encajar el
sistema de los centros de deportación, los CIE (Centros
de Internamiento de Extranjeros españoles) y los campos de refugiados cerrados
en este concepto. “Es cierto que al escuchar campo de concentración, pensamos
en los campos nazis de exterminio, pero antes de que existiera Auschwitz,
a lo que se llamaba campo de concentración era a la detención masiva de
civiles, donde el objetivo no era acabar con los internos, sino retenerlos. Y
yo quiero recuperar ese sentido original, porque muchas de estas cosas que
vemos actualmente, sí, podemos llamarlas campos de concentración”, expone la
periodista Andrea Pitzer, autora de una monumental historia de los campos de
concentración, Una larga noche (La Esfera de los Libros, 2018).
Se puede debatir si los primeros campos de concentración de
civiles fueron los utilizados en la guerra civil americana, en las de
Cuba o en Sudáfrica contra los Bóer, todos en la segunda mitad
del siglo XIX, pero de lo que parece no caber duda es que el nombre en sí es un
legado español. La táctica de la “reconcentración”, puesta en práctica por el
general Valeriano Weyler, consistía en obligar a los habitantes rurales de Cuba
a establecerse en campos rodeados de alambradas en torno a las plazas fuertes
para evitar que apoyasen a las guerrillas que luchaban por la independencia de
la isla. Al llegar la I Guerra Mundial su uso se extendió: los inmigrantes de
países con los que se estaba en guerra fueron internados en campos sin atender
a su peligrosidad o falta de ella. Y “una vez asimilada y normalizada la idea
de la concentración, en los años veinte y treinta se empezaron a utilizar para
todo”, añade Pitzer: mendigos, gitanos, refugiados...
Con la transformación de la cuestión migratoria en un
problema de seguridad, los campos de reclusión de los sin papeles se han
extendido por todo el orbe. La justificación que enarbolan los Gobiernos es que
se trata de una medida cautelar para hacer efectiva la deportación de estas
personas, pero —subraya Serrano— “si se examinan las cifras de retorno, se ve
que no cuadra”. Según la Unión Europea, solo el 35 % de los inmigrantes con
orden de expulsión son
retornados, habitualmente tras largos y costosos procesos y extensos periodos
de detención. En la mayoría de los casos no se puede proceder a la
repatriación, pues no existen acuerdos con los países de origen. Es, por tanto,
una detención inefectiva en ese sentido. Ocurrió del mismo modo durante la II
Guerra Mundial en EE UU con el internamiento de inmigrantes japoneses y
ciudadanos estadounidense de origen nipón. Pese a que informes de Inteligencia
Naval y del FBI lo consideraban innecesario, las autoridades en Washington
cedieron a la tentación de la demagogia y encerraron a 120.000 personas: la
idea era mostrar a los ciudadanos que hacían algo por su seguridad.
El objeto de estos campos es, en realidad, la disuasión y el miedo. El miedo de los sin papeles que no han sido detenidos a serlo —“Lo que
los convierte en mano de obra amedrentada y cautiva”, apunta Blanca Garcés,
especialista en migración del centro de investigación Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB)—
y la disuasión: los refugiados y los inmigrantes no sois bienvenidos y haremos
todo lo posible por que no entréis.
Quizás el caso más sangrante es el de Australia, que dispone
de un severísimo sistema de inmigración y rara vez acepta a los refugiados que
llegan por aire o mar desde todos los rincones de Asia. A los que detienen sus
guardacostas los internan bajo condiciones atroces en campos subcontratados a
otros Estados (Nauru o Papúa Nueva Guinea) en remotas islas del Pacífico.
Behrouz Boochani, un periodista kurdo que escapó de la represión en Irán,
estuvo recluido durante cuatro años en uno de ellos, en la isla de Manus, y su
libro No Friend But the Mountains (2018) es una de las
escasas fuentes de información sobre este sistema: donde los
internos no son llamados por su nombre, sino por un número, las condiciones son
insalubres, los maltratos están a la orden del día y los suicidios son
frecuentes. Boochani hizo llegar el libro al exterior de manera subrepticia, a
través de mensajes de WhatsApp que enviaba a un amigo suyo con un móvil que
había logrado esconder, porque la legislación australiana prohíbe no solo sacar
fotos de los campos, sino que incluso castiga que se publique sobre ellos.
“Después de Auschwitz hubo una reflexión sobre adónde nos
podían llevar los campos de concentración. Se debatió sobre cómo ayudar a la
gente que huye y nos comprometimos a respetar sus derechos. Sin embargo, en los
últimos 20 años hemos comenzado a deshacer ese sistema”, lamenta la periodista
Pitzer: “Y ahora nos parece que, mientras un campo de concentración no sea tan
malo como Auschwitz, resulta aceptable. Pero no, estos lugares crean mucho
dolor”.
Es algo que se sabe desde hace un siglo. En 1918, el médico
suizo Adolf Lukas Vischer publicó su estudio Die Stacheldrahtkrankheit (La
enfermedad de las alambradas), en el que examinaba los daños mentales sufridos
por los prisioneros de los campos de concentración en Gran Bretaña, que no eran
precisamente los que estaban peor acondicionados. La falta de higiene, la
escasa alimentación y el hacinamiento, unidos a la pobre atención médica, hacen
aparecer o agravan todo tipo de enfermedades pero, además, la falta de
privacidad, la separación de las familias, la monotonía, la privación del sexo,
la incomprensión sobre por qué se está detenido y la incertidumbre sobre cuánto
se prolongará la detención pasan grave factura psicológica: amnesia, estrés
postraumático, episodios de pánico... Quien sale de un campo de concentración
ya no es la misma persona que entró.
“Se trata de espacios de excepción donde la ley no se
cumple, ni siquiera los derechos más básicos. Espacios sin las garantías que se
encuentran dentro del sistema penal”, afirma Blanca Garcés. Un reo, por muy
horrible que sea el crimen por el que haya sido condenado, tiene derecho a
asistencia letrada, a buscar remedios legales para mejorar su situación, a
tratamientos médicos, a ciertas actividades y entretenimientos, a completar su
educación... Un internado en un campo de concentración, no.
La filósofa alemana Hannah
Arendt, que pasó por dos lugares de internamiento en Francia
antes de huir a EE UU —el Velódromo de Invierno de Paris y el campo de Gurs
(inicialmente construido para alojar a los refugiados españoles republicanos)—,
describió en Los orígenes del totalitarismo (1951) cómo estos
sistemas terminan creando una doble vía legal: una para los ciudadanos
nacionales y otra para los que no lo son, desprovistos de todo derecho. “El
mejor criterio mediante el que decidir si alguien ha sido forzado fuera del
límite de la ley —escribió Arendt— es preguntarse si se beneficiaría de la
comisión de un crimen”. Mientras estos no ciudadanos, en su vida normal de
irregulares o en el campo de concentración, carecen de todo derecho, el hecho
criminal los igualará ante la ley —“será tratado como cualquier otro criminal
(nacional)”—, dispondrán de abogado y derechos procesales y, “mientras dure el
proceso y su sentencia, estarán a salvo de la arbitrariedad policial, contra la
que no cabía recurso a letrado ni apelaciones”. Esto supone una violación de
dos principios básicos del derecho: la igualdad ante la ley y el principio de
proporcionalidad. Ya en el siglo XVIII, el jurista italiano Cesare Bonesana,
marqués de Beccaria, en su tratado De los delitos y las penas alertaba
de que los castigos deben ser proporcionales a la gravedad de la falta cometida
y el daño hecho o, de otra forma, los individuos tenderán a cometer siempre el
delito de mayor gravedad. Es decir, si a una persona se le amenaza con el mismo
castigo —la deportación o la reclusión— por una simple falta administrativa —no
tener los papeles en regla— que por un crimen, se le está invitando a la
delincuencia.
Resulta descorazonador leer, en la obra de
Arendt, los párrafos dedicados a la cuestión de los refugiados
y constatar cómo volvemos a repetir los patrones de la década de 1930.
Entonces, escribe la filósofa, “todos los debates en torno a los refugiados
giraban en torno a una pregunta: ¿cómo deportarlos?”, y la única solución que
hallaron fue “el campo de internamiento”. El detalle que diferenciaba la
situación de aquella época con la actual es que buena parte de quienes huían a
otros países eran personas recién convertidas en “apátridas” después de que sus
Gobiernos les despojasen de la nacionalidad, por ejemplo, a los judíos alemanes
mediante las leyes raciales de Nurémberg. Pero incluso este peldaño está siendo
alcanzando: el Gobierno de Birmania ha despojado de su nacionalidad a la
minoría rohinyá, y 128.000 rohinyá están recluidos en campos de concentración y
guetos —que, en palabras de la ONU, son equiparables a los utilizados por los
nazis para recluir a los judíos—, mientras que unos 800.000 han huido a los
países vecinos. La India, gobernada por el ultranacionalista Narendra Modi, ha
despojado de la nacionalidad a cuatro millones de personas en el Estado de
Assam, convirtiéndolas en apátridas, y ahora construye campos de concentración
para alojarlas.
No hace falta irse tan lejos. El Reino Unido y Holanda han
optado por desentenderse de los combatientes del Estado Islámico y sus
familiares —la mayoría radicalizados en su propio territorio— retirándoles la
nacionalidad. El caso más famoso es el de Shamima Begum, a la que Londres ha
revocado la ciudadanía, pese a que la propia ley británica prohíbe hacerlo si,
como en este caso, convierte a la persona en apátrida. Y en Estados Unidos “se
están gastando millones de dólares para identificar posibles errores en los
formularios o pequeñas faltas que permitan retirar la nacionalidad a
inmigrantes que la obtuvieron”, apunta Pitzer. La idea es despojar a esta
persona de todo rastro jurídico, sin país que pueda responder por él, sin sus
derechos: un homo sacer, según la concepción del filósofo italiano Giorgio
Agamben, mera vida física que ya no importa a efectos políticos o
legales.
Autores como la académica Bridget Anderson (Us & Them?
The Dangerous Politics of Immigration Control, Oxford, 2013) alertan de
que este tipo de políticas terminan dañando a la democracia y los derechos de
los propios ciudadanos. Los Estados buscan modos de adaptar su legislación para
encajar estos espacios y políticas de excepción —Guantánamo, que pasó de campo
de refugiados a oscuro lugar de detención y tortura, es un caso paradigmático—.
En la Grecia del periodo más duro de la crisis económica, mientras los
Gobiernos de Pasok y Nueva Democracia aventaban la culpabilización del
inmigrante para tapar su propia incompetencia y periódicamente organizaban
grandes redadas contra los irregulares, también les dio por detener a otros
grupos de personas. Un día capturaron a todos los drogadictos que encontraron
en el centro de Atenas, los llevaron a un campo de detención en las afueras y
los obligaron a hacerse exámenes médicos. En otra ocasión se lanzaron a por las
prostitutas de aspecto extranjero, a las que se acusaba de infectar el sida a
“los padres de familia” griegos. Decenas fueron detenidas y algunas
encarceladas durante más de un año, para ser posteriormente absueltas. La
mayoría resultaron ser griegas. Dos no pudieron aguantar la presión de ver sus
fotos, datos personales e incluso direcciones publicadas en todos los medios
del país y se quitaron la vida.
“Cada vez tenemos Estados menos garantistas y democracias
más iliberales. Vemos una deriva hacia el recorte de ciertos derechos que hasta
ahora hemos considerado fundamentales”, advierte Garcés: “Estos espacios de
excepción primero se usan con los de fuera y al final acabarán siendo usados
con los de dentro”. Porque los campos de concentración son agujeros negros en
la legalidad y los principios del derecho. Y los agujeros negros tienden a
extenderse hasta engullirlo todo.
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