La banalización de la extrema derecha
Ser acusado de fascista o de ser de ultraderecha es algo muy
serio como para utilizarlo a la ligera. Pero tan grave resulta eso como pensar
que los episodios históricos del fascismo tampoco estaban tan mal.
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FEB 2019 - 08:27 CET. Ignacio Urquizu
Con la entrada en el Parlamento andaluz de Vox,
en estas semanas hemos leído numerosos textos y escuchado múltiples análisis
donde se trata de saber por qué hay gente dispuesta a votar a un partido de
extrema derecha populista. Se han recurrido a estadísticas, casos particulares
y numerosas teorías. Casi todas ellas tienen una parte de verdad, puesto que
ningún fenómeno social es el resultado de un solo factor. La realidad siempre
tiene múltiples causas, aunque algunas son más importantes que otras. Pero al
margen de todas estas razones, me gustaría exponer un argumento que es
compartido por casi todas esas personas que pueden estar pensando en estos
momentos en subirse al carro de Vox: la banalización de la extrema derecha.
Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, se hace
la misma pregunta que muchos analistas se hacen estos días: ¿por qué personas
de nuestra vida cotidiana pueden acabar apoyando una opción heredera del
fascismo? La respuesta de Arendt se resume en un concepto: la banalidad del
mal. Eichmann, quien fue condenado por su colaboración con el régimen nazi,
nunca pensó que lo que hacía era incorrecto. Y es que este militar alemán no
era un monstruo o un psicópata. Más bien su colaboración con el fascismo la
realizó sin medir las consecuencias de sus actos e integrándola dentro de la
normalidad.
En España, desde hace mucho tiempo, la idea de extrema
derecha se ha banalizado por las diferentes corrientes ideológicas. Lo resumiré
en dos ejemplos que engloban tanto a la izquierda como a la derecha. Cuando
estaba en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, uno
podía ser acusado de fascista con mucha facilidad por el grupo dominante: la
extrema izquierda. Recuerdo cómo una tarde, una persona que hoy es un dirigente
destacado de Ahora Madrid decidió arrancar un cartel de la pared que anunciaba
unos actos religiosos. Un compañero de clase, de tendencia más bien liberal, le
afeó esa actitud. Acto seguido, mi amigo fue acusado a gritos de fascista.
Muchas de nuestras discusiones en clase o en la cafetería incluían ese término
con demasiada ligereza. Hay una parte de la extrema izquierda que ha utilizado
tanto este vocablo que ha logrado vaciarlo de contenido.
Pero si nos vamos al otro extremo del arco ideológico,
encontramos un comportamiento similar de banalización. En gente conservadora de
mi generación es común escuchar el siguiente juicio de valor que debe haber
sido transmitido por sus padres, puesto que ellos no conocieron la dictadura
franquista: “Con Franco no se vivía tan mal, había trabajo y más seguridad que
ahora”. En el año 2008, el Centro de Investigaciones Sociológicas realizó una
encuesta sobre la memoria de la Guerra Civil y el franquismo. En ella vemos que
casi el 60% de los españoles afirmaba estar de acuerdo con que la dictadura
tuvo cosas buenas y cosas malas, mientras que solo el 25% mostraba su desacuerdo
con esta afirmación. Pero entre los ciudadanos que se ubican en la derecha de
la escala ideológica, estos porcentajes son del 83% frente al 7,5%. Por lo
tanto, no existe un juicio de condena contundente del franquismo, especialmente
entre los conservadores, sino que nos encontramos con algunas opiniones
ciudadanas más bien indulgentes. Pensar que el franquismo llegó a tener cosas
buenas es una forma de “blanquearlo”, cuando aquello fue una dictadura cruel y
terrible que condenó a nuestro país a 40 años de atraso.
Pero esta banalización no es solo una cosa de la ciudadanía,
sino que también ha llegado al arco parlamentario. El pasado 20 de noviembre,
el diputado Joan Tardà subió a la tribuna del Congreso y de forma solemne
afirmó que cada vez que un diputado de Ciudadanos les llamase golpistas, ellos
les responderían con fascistas. Son dos acusaciones muy graves que en cualquier
democracia sería motivo de preocupación y consternación. Pero en nuestra vida
pública, de tanto utilizarlas, han adquirido un significado banal y vacuo, algo
que perjudica notablemente a nuestro debate político.
La extrema derecha es algo muy serio. Representa un proyecto
político autoritario que ataca la idea de ciudadanía al generar ciudadanos de
primera y de segunda. Además, confronta con la idea de cosmopolitismo y
defiende un repliegue sobre nuestras propias fronteras, cuestionando cualquier
mezcla con el exterior. Estamos, por lo tanto, ante un proyecto xenófobo,
machista y homófobo con pulsiones autoritarias. La extrema derecha no solo es
un retroceso en un modelo de sociedad que nos ha costado mucho construir, sino
que además es un ataque directo a valores como la tolerancia, la igualdad y la
libertad.
Viendo lo sucedido en otras democracias, esta amenaza ya es
real. Combatirlo es tarea de todos los demócratas y no lo lograremos si
banalizamos lo que representa. Ser acusado de fascista o de extrema derecha es
algo muy serio como para utilizarlo a la ligera. Pero tan grave es eso como
pensar que los episodios históricos del fascismo tampoco estaban tan mal. Entre
unos y otros se ha banalizado el concepto y quizás por ello muchas personas de
nuestra vida cotidiana, con las que podemos tomar un café o comer en la mesa de
al lado, pueden estar planteándose hoy apoyar a Vox. Quizás ellos interpreten
que su apoyo a la extrema derecha no es más que un desahogo, una forma de
externalizar su enfado o su hastío y un mecanismo para mandar una señal al
resto de formaciones políticas. Pero no acaban de percibir que es un grave
problema para nuestra democracia. Por ello, la tarea de los demócratas es
mostrar de forma seria y rigurosa la amenaza que supone la extrema derecha:
cada vez que ha tenido la oportunidad de alcanzar el poder, los resultados han
sido catastróficos para la sociedad.
En definitiva, tenemos una dura tarea por delante: mostrar
el verdadero rostro de la extrema derecha. Su peligro no es solo lo que dicen,
sino sobre todo lo que no dicen. Más preocupante que los folios del acuerdo
entre PP y Vox, es lo que han hablado sin ponerlo por escrito. En consecuencia,
que en pleno siglo XXI nos encontremos con formaciones políticas que han
pactado con la derecha extrema y populista, deberían hacer saltar todas las
señales de alarma, tal y como está sucediendo en muchos países europeos. Lo que
nos estamos jugando es algo muy serio como para insistir en esta banalización.
La ciudadanía debe tomar conciencia de qué representa Vox y en esta tarea los
representantes políticos tenemos un papel muy importante.
Ignacio Urquizu es profesor de Sociología en la
Universidad Complutense de Madrid y diputado del PSOE por Teruel en el
Congreso.
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