Patente de corso
Arturo Pérez Reverte
XLSemanal - 26/1/2015. http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/971/esas-jovenes-hijas-de-puta/
Supongo que a muchos se les habrá
olvidado ya, si es que se enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y
recordarlo. Entre otras cosas, y más a menudo que muchas, el ser humano es
cruel y es cobarde. Pero, por razones de conveniencia, tiene memoria flaca y
sólo se acuerda de su propia crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá
debido a eso, la palabra remordimiento es de las menos complacientes que el
hombre conoce, cuando la conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su
bajeza moral. Por eso es la que menos consulta en el diccionario. La que menos
utiliza. La que menos pronuncia.
Hace dos años, Carla Díaz
Magnien, una adolescente desesperada, acosada de manera infame por dos
compañeras de clase, se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace
ahora unas semanas, un juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no
por estupidez del juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este
disparatado país- de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas
las plumas que ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta,
una familia destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y
unos vecinos, colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias
de oficio, dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan
ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática
para algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo
-«Carla, topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez
obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que
llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos
e hijas de la grandísima puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos,
desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no,
a los miles de homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos
ahora, o decimos tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos,
a los torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la
entereza de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de
las que oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la
cobardía, el lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de clase,
testigos del acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que
serán en el futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los
borregos, o las borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos
que les toque a ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado
directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada
vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres
y cobrar a fin de mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado,
argumentando lo de siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras,
Carla, pidiendo a su hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio.
La pobre. Para protegerla.
Faltaba, claro, el Gólgota de las
redes sociales. El territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento
impune. Allí, la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro
de divertidos tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más
bromas, más mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no
saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo
a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de
soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce
años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por
él.
Ignoro cómo fue la reacción
posterior en su colegio. Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas
entre lágrimas como en las series de televisión, cosa que les encanta,
haciéndose fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no
te olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas
esas gilipolleces con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes
suelen despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o
estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con
ella en la mano, la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los
tuétanos a ese colegio miserable que fue cómplice pasivo de la canallada
cometida con su hija. Porque al final, ni escozores ni arrepentimientos ni
gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo único que de verdad duele, de
verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta.
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