Deconstruyendo pinchos de tortilla
Arturo Pérez Reverte
De vez en cuando uno se pasa de listo y cree haberlo visto todo, pero lo cierto es que en España siempre nos queda algo por ver. Dicho de modo más prosaico, y suavizándolo con un toque marinero, éramos pocos tontos a bordo y parió la abuela del contramaestre. O del capitán. Porque ahora se trata del brunch. Tal cual. Estoy viendo la tele, y me froto los ojos. Minuto y medio de telediario, planos cortos de los platos, cinco cocineros de ilustre categoría mediática explicándonos el invento. Que en esencia es como sigue: en los últimos tiempos, desayunar normal es una horterada y comer a mediodía resulta muy poco trendy. Algo al alcance de cualquier tiñalpa. Así que lo que se ha puesto de moda, según el texto que sazona el asunto, lo que se lleva, lo que lo sitúa a uno y a una automáticamente en la lista Forbes de la gente puesta al día en materia de buen rollo, es el tal brunch. Que no es desayuno, ni es comida, sino algo situado a medias, aunque con un toque de distinción y diseño. Como el bocata de media mañana de toda la vida, pero en bonito y elegante. En plan megasuperpijo, oyes.
Tenían ustedes que haberlo visto. Aunque supongo que muchos lo vieron: aquellos cinco paladines del fogón nacional con luz y taquígrafos, con estrellas Michelin hasta en el cielo de la boca, contándonos cómo conseguir que la pausa bocatera de media mañana se convierta en un acto cultural equiparable a visitar el museo del Prado o leer unas páginas de El Quijote. Todo consiste, naturalmente, en no caer en la vulgaridad de llenar la tripa con productos indignos de figurar, por lo menos, en las páginas de tendencias chipiripitifláuticas de Architectural Digest. El asunto consiste en hacer, entre once y doce de la mañana, o por ahí, una colación más substanciosa que el desayuno y menos potente que la comida, pero no en plan aquí te pillo y aquí te mato, o sea, cerveza, pincho de tortilla y qué te debo, Pepe, sino con toda la parafernalia gastronómica de rigor, en locales ad hoc, a ser posible ambientados por decoradores exclusivos y exquisitos.
Tenían ustedes que haberlo visto. Aunque supongo que muchos lo vieron: aquellos cinco paladines del fogón nacional con luz y taquígrafos, con estrellas Michelin hasta en el cielo de la boca, contándonos cómo conseguir que la pausa bocatera de media mañana se convierta en un acto cultural equiparable a visitar el museo del Prado o leer unas páginas de El Quijote. Todo consiste, naturalmente, en no caer en la vulgaridad de llenar la tripa con productos indignos de figurar, por lo menos, en las páginas de tendencias chipiripitifláuticas de Architectural Digest. El asunto consiste en hacer, entre once y doce de la mañana, o por ahí, una colación más substanciosa que el desayuno y menos potente que la comida, pero no en plan aquí te pillo y aquí te mato, o sea, cerveza, pincho de tortilla y qué te debo, Pepe, sino con toda la parafernalia gastronómica de rigor, en locales ad hoc, a ser posible ambientados por decoradores exclusivos y exquisitos.
Por supuesto, nada de croquetas de cocido de las Piletas, ni bacalao rebozado del bar Revuelta, ni pepito de ternera de casa Manolo. Eso son groserías impropias de este tiempo y este país. Ordinarieces, todas, que el doctor Pedro Recio de Tirteafuera apartaría, desdeñoso, de la mesa de cualquier Sancho de barbas mal rapadas. La palabra clave del invento, del brunch recomendado, es deconstrucción. Todo debe estar debida y gastronómicamente deconstruido. Con reducción de algo, además. Por ejemplo, deconstrucción de migas de bacalao a la vizcaína con reducción de salsa de jenjibre chino. O uno de los platos fuertes que el otro día sugería en la tele uno de los artistas, y que consistía, creo recordar, en media vieira cocida al vapor de eneldo sobre un lecho de algas caramelizadas. Y cosas así. Todo ello, mucho ojo, mezclando sabores; porque quien no mezcla sabores, dulce y salado, fresa con fabada asturiana -deconstruida, por supuesto-, queso de cabra con delicias milanesas de callo madrileño, cebiche peruano con mermelada de cebolla poché, no sabe lo que se pierde. La textura de sabores que se va a tomar por saco. Y servido, claro, en platos inmensos de los que sólo se usa un rinconcete, a fin de adornar el resto con bonitos motivos decorativos a base de chorritos artísticos de salsa, de crema, de caramelo, de soja, de salsa de butifarra a la miel y otras deliciosas mariconadas. Todo eso, a las once de la mañana.
Y así, entérense, es como podemos cumplir el doble objetivo de estar a la moda más de ahora mismo y llenar la tripa a media jornada matutina. Con un par de huevos. Salir, o sea, de casposos de una vez. Porque ya está bien de esa imagen agropecuaria que damos a la hora de la caña, el pincho y el bocata, con esos bares llenos de pavos y tordas vulgares que pinchan boquerones en palillos o mascan magro con tomate. España seguirá siendo el tren que nunca cogemos mientras un albañil, una barrendera, una cajera de súper o un pastor de ovejas, por ejemplo, sigan prefiriendo un bocadillo de longaniza frita a sentarse tranquilos en una mesa elegante, a las once de la mañana, y degustar sin prisas, muy atentos a la textura de sabores, un brunch a base de rollito thailandés con sushi de berenjena deconstruida al perejil salvaje. Sin olvidar luego, de vuelta a la obra, al taller o al tractor, pasarse por el pijocafé más próximo, hacer cola para servirse uno mismo, y luego volver al tajo con la bebida caliente en la mano, sintiéndote como en el dominical de El País mientras das sorbitos al envase de plástico donde la cajera ha escrito Manolo.
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