FUE una sensación extraña. Anoche soñé que era político. En mi sueño, había
nacido en una ciudad pequeña, de cien mil habitantes, en una familia normal, de
clase media. Estudiante tarambana, no había sido capaz de completar Derecho. Más
centrado en el mus y la cafetería que en el Romano y la biblioteca, solo había
logrado aprobar dos cursos en cuatro años. Aquello no era lo mío. Pero en
segundo arreglé mi vida. Fue allí, en la Facultad. Tenía 21 años. Una tarde, al
acabar una partida de mus con carajillos, un colega que andaba en política me
lió para que lo acompañase al local de su partido. Yo jamás había tenido
inquietudes de esa naturaleza. Ahora que nadie nos oye, confesaré que mi lectura
más elevada era el «As». Pero me gustó aquello. Había buen rollete, tías, café,
revistas, cotilleo. Como era tiempo de campaña, a la semana nos subieron a una
furgo, a pegar carteles. Al cabo de un mes, me afilié. La mejor decisión que he
tomado.
Tres años después hubo elecciones municipales. Como yo era un tío
majete, me metieron de relleno en la lista. Pero nuestro candidato a alcalde
barrió. Inesperadamente, acabé de concejal, con solo 23 años. Me endilgaron el
departamento de Fiestas. Al alcalde, que tenía mando en el aparato regional, le
caía bien, le hacía gracia tener un concejal tan pipiolo. Cuando llegaron las
autonómicas, me coló en la lista. Con solo 25 años ya era diputado autonómico,
además de concejal de Fiestas con «dedicación exclusiva». Fueron tiempos
felices. Estábamos en plena burbuja. No habían comenzado las milongas puristas y
podías cobrar los dos sueldos, el de concejal y el de diputado. Dos mil
quinientos de un lado. Cuatro mil y pico del otro… y allí estaba yo: seis mil
euros al mes antes de llegar a los 30.
Repetí tres legislaturas de
concejal y diputado autonómico. Además, me sentaron en los consejos de
administración de la caja de ahorros y de la empresa municipal de autobuses. La
pasta me salía por las orejas. En el ayuntamiento, de Fiestas había pasado a
llevar Urbanismo e Infraestructuras (aunque en realidad no sabía nada de ninguna
de las dos). Y llegó mi gran momento. El alcalde se marchó de consejero
autonómico a mitad de legislatura y el partido me eligió para sustituirlo. Fui
alcalde dos años. Cuando llegaron las municipales, competí por primera vez como
cabeza de cartel. Pero la prensa local se conjuró contra mí, me acusaron de
chanchullos en unas recalificaciones con un constructor amiguete. Todo mentira,
claro. ¿Acaso es ilegal tener amigos? Pero la oposición consiguió la mayoría
absoluta. Días chungos. Tras quince años de película, me vi sin mis consejos y
con el sueldo pelado de concejal de la oposición, 2.000 euracos al mes. Yo tenía
mis compromisos (dos hipotecas, préstamos, un divorcio). Y nunca había currado
fuera de la política. No sabía hacer nada. Pero ahí el partido me demostró su
grandeza.
Hoy soy senador. Aquí estoy, en la cámara-spa, felizmente
acogido junto a otros cracks que jamás en su vida han ganado unas elecciones.
Buenos hoteles, secretaria, despacho, vuelos gratis y un sueldazo. Mi vocación
de servir a los ciudadanos no deja de crecer.
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