Extraigo del blog LECTORMALHERIDO una reseña sobre el último libro de Muñoz Molina que tengo intenciones de empezar a leer en breve.
El ahorísima Premio Príncipe de Asturias ha sido también Premio Nacional de Narrativa -creo que dos veces- y premio de la crítica -las minúsculas son intencionadas- y premio Planeta; y director del Cervantes de Nueva York. También lleva décadas escribiendo en el diario El País.
Con todo esto, qué quieres, es casi inmediato que muchos lectores vean con reticencia un libro ensayístico donde, en definitiva, se cuestiona el Sistema, la España cultural -mayormente- de los últimos veinte o treinta años, esa que tan bien ha tratado al propio autor.
Sin embargo, a mí Todo lo que era sólido me ha gustado bastante y hasta puede uno pensar que, si no lo hubiese escrito AMM, lo hubiese escrito otro -un otro sin premios príncipes ni directadurías del Instituto, un otro cuyo discurso vendría saboteado por la prevención contraria: el rencor- o no lo hubiese escrito nadie, que sería peor.
Muñoz Molina da cuenta en estas páginas del dispendio continuado que desde las administraciones públicas se hizo alegremente, tan alegremente que eran todos muy felices, siempre de viajes y conmemoraciones e inauguraciones y fiestas patronales y armando alocados proyectos arquitectónicos feísimos. Son los mejores tramos del libro aquellos en los que se detalla la estupidez española de “desembarcar” en Nueva York -la música, la moda, la literatura- mediante la sabia estrategia de pagarlo todo ellos y no conseguir que nadie en Nueva York se enterara de dicho desembarco. Al parecer, cuando un español dice que desembarca en Nueva York con sus cosas, sus retales, su sector industrial está diciendo que ha alquilado por precios (pag. 117) escandalosos una sala del museo Guggenheim o de donde sea y la ha llenado con sus amigos para que luego la prensa española certifique desde Madrid que en Nueva York no se habla de otra cosa que de lo tonto que puede ser un español.
Resulta útil o sutil o consútil o inútil la diferencia que arma el autor entre “pueblo” y “ciudadanía”, dando al primero todos los palos y culpas y al segundo el futuro y su respeto. Menos precisa parece la afirmación, eminentemente progre (pag. 102) de que “la democracia tiene que ser enseñada”. También la dictadura tuvo que ser enseñada, durante 46 años.
Y menos bueno, y es marca de la casa (Ventanas de Manhattan), es la facilidad con la que Muñoz Molina moteja (precisamente) pueblos, de modo que, por estar dos semanas en Alemania, ya se describe ex catedra el carácter teutón hasta sus últimos genes, amén de idolatrar casi conmovedoramente a los neoyorkinos así porque sí y dedicar a los españoles una serie de prejuicios -son hoscos, no ayudan, no colaboran, etc.- que apenas parecen provenir de un Merimée de visita de dos días por Granada: “El interior del primer taxi que uno toma en Madrid es muy angosto y el taxista escucha la radio a un volumen muy alto”.
Hombre, hay casos y casos. Hay monovolúmenes. Incluso hay Metro.
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