Empezaba a amanecer y las siluetas de los rascacielos iban desprendiéndose de sus luces y sombras para dejar paso a los reflejos del sol sobre las superficies de cristal y acero. Iba a resultar un día precioso, soleado y sin nubes, perfecto para una cena entre amigos al aire libre y una mejor conversación.
El pequeño apartamento de Old Fulton Street, un espacio abierto hacia el downtown de Manhattan, se había convertido en su hogar en los últimos siete años, después de que ambas enviudaran y decidieran vivir juntas en el loft neoyorquino que Carmela y su marido Avner habían comprado durante el tiempo que él estuvo como director titular de la orquesta del Carnegie Hall. Carmela era española, violonchelista, y profesora en una de las orquestas más famosas en aquel momento. En un viaje a Israel, donde tenían que interpretar la ópera Norma como orquesta invitada, conoció al director y nunca volvieron a separarse. No habían tenido hijos pero sí una perra, a la que llamaban Norma en recuerdo de la ópera celestina. Vivieron en Tel Aviv desde que se casaron, con algunas temporadas en Nueva York, Roma o Madrid; en esta última cuidad vivía Lola, su hermana cirujana, y a la que iba a visitar siempre durante las giras europeas de la orquesta. Lola compartía una casa de campo, a las afueras de la ciudad, con Margarita, escritora de cuentos infantiles y, además, librera. Llevaban juntas media vida y unos años antes se habían casado gracias a los aires progresistas que soplaban en el país ibérico. Cada vez que se reunían los cuatro disfrutaban el tiempo compartido como niños en un parque de atracciones. Se llevaban de maravilla, cómplices en felicidad, sintiéndose afortunados por haber encontrado a sus medias naranjas, a las que llamaban “nuestras naranjas enteras”, pues decían que de media nada de nada.
Tanto Margarita como Avner habían muerto hacía ya siete años, casi al mismo tiempo, lo que había sumado a las hermanas en una gran tristeza. La misma noche en que María, desde Jerusalén, llamó a su hermana para contarle que Avner había sufrido un ataque al corazón, tomaron la decisión de vivir juntas. Lola estaba sola desde hacía un año y medio, después de que Margarita sufriera un accidente mientras volvía a su casa desde la librería, hecho del que lentamente iba recuperándose.
Israel y España guardaban para ellas tantos recuerdos, una vida entera, que no parecían ser los lugares idóneos para trasladarse, para seguir hacia delante, de manera que el apartamento de Brooklyn asomaba como la mejor opción, lejos del bullicio de Manhattan y con las mejores vistas sobre la isla, en un barrio tranquilo y bien conectado. Así, después de algunos preparativos y despedidas, de la venta de la librería y las casas en Madrid y en Tel Aviv, organizaron sendas mudanzas hacia Nueva York reuniéndose allí a principios de mayo.
La casa tenía todo lo que necesitaban para ser felices: música, una buena biblioteca, algunos cuadros, pocos pero bien escogidos entre los que destacaba un Jasper Jones, formidables vistas y unos chester comprados a un amigo anticuario de San Francisco que invitaban a practicar el olvidado arte de la buena conversación; además de un gran grupo de amigos que María y Avner habían ido atesorando en su periplo americano. A él siempre le habían reprochado, los más esnobs de sus allegados, que no se mudaran a un barrio mejor, a lo que Avner contestaba recurrentemente ¿qué lugar tiene mejores vistas del skyline que el nuestro?
Llamaban a su casa “Duquitas Blancas”, en clara referencia a sus raíces españolas, pero cambiándole el sentido de la copla por uno mucho más optimista. Así la residencia de las hermanas era conocida en Nueva York tanto por sus cenas de amigos -que no de intelectuales- como por sus extravagancias. Cada viernes del año, y según la máxima de Cicerón Un amigo es un segundo yo, organizaban una velada a la que invitaban a su nutrido círculo, siempre a los mismos, pero que mágicamente cada semana aumentaba ligeramente. Aunque el apartamento en sí no era muy grande, según las proverbiales proporciones de los americanos, a cualquier invitado extranjero le hubiera parecido una mansión. Disponían de dos grandes mesas, una redonda de cristal en el interior, y otra rectangular de madera, ésta en la terraza. A pesar de las costumbres anglosajonas de cenar como las gallinas, entre ellos se había impuesto una norma no escrita, muy española, que consistía en empezar la reunión sobre las nueve de la noche y acabar a las tantas de la madrugada, siempre que hubiera algo interesante de lo que hablar. Hacía gracia a las anfitrionas que en inglés no existiera la palabra sobremesa, así que ellas instituyeron que “Los amigos de los viernes” celebraran las cenas a la manera latina, con un horario anárquico de comienzo y sin hora de despedida. La música de fondo era muy variada, desde coplas hasta música clásica, incluso alguien había llevado una noche algo que sonaba a música de dentista y que resultó ser Mantovani. Se sentían muy orgullosas de haber recopilado una profusa colección de música hebrea y prácticamente todo lo que se había grabado y editado sobre ópera.
Viernes.
Como tal se reunirían para cenar en la terraza, si el tiempo no lo impedía. Sólo el 14 de septiembre de 2001 no había tenido lugar la comida, ya que el atentado del World Trade Center descompuso la rutina de la ciudad y a todos ellos sus estómagos.
La mañana continuaba clara y a las 9 las esperaba en el embarcadero cercano un water taxi que las llevaría a la isla cruzando el East River. Procuraban no subirse al metro para aprovechar al aire libre lo que les brindaba la ciudad. Las precedía la reputación de ser unas de las clientas favoritas de Dean & Deluca, adonde acudían cada viernes, un poco antes de las diez, a surtirse de los manjares que ofrecerían esa misma noche. Allí desayunaban, frente a los ventanales orientados a Broadway, sendos croissants y jugos de naranja, disfrutando del variopinto río que caminaba acelerado sobre las aceras. El resto de la semana no eran tan exquisitas y solían ir a Grimaldi’s, una pizzería cercana, también al Flying Burrito, cerca de Christopher Park o al japonés de la calle 87. Sólo cocinaban en casa tres o cuatro noches al mes y servían ellas misma la cena. Nueva York es una ciudad donde cocinar no supone nunca una necesidad, comentaban continuamente, habiendo tantos restaurantes como bares en España o prostitutas en Filipinas. Una vez provistas de los ingredientes del menú del día cruzaban el puente de Brooklyn hacia Duquitas Blancas, para hacer algo de ejercicio, cargando los cartuchos en dos maletas de viaje que resultaban ser unos perfectos carros de la compra. La cocina esperaba impaciente desde hacía una semana, lista para preparar la comida que se merecían sus inefables amigos, los cuales irían apareciendo a cuentagotas a partir de las nueve de la noche y a los que esperaban con impaciencia como si fuera la primera vez.
Casi con puntualidad de verdugo comenzaban a llegar los miembros del Grupo de los Viernes. La mesa estaba puesta, ordenada pero sin llamar la atención; nada del incómodo número infinito de copas, sólo dos –agua y vino-, sin candelabros. Al final el tiempo acompañaba y decidieron que podrían sentarse en la terraza, por lo que la mesa tenía como única decoración un par de macetas con lirios y un cenicero en uno de los lados. Ya sólo quedaban dos fumadores.
Un misterioso número de comensales iba llegando poco a poco, tan variado e interesante como cada noche. Los primeros fueron Andy y Susan, matrimonio judío que había emigrado desde Europa después de la guerra y que habían perdido a sus respectivas familias en campos nazis. Siendo los mejores amigos de Avner ahora lo eran de Carmela. Además tenían una Fundación muy reputada dedicada a becas musicales y dirigida a descendientes de judíos, lo que les daba la oportunidad de viajar a Israel muy a menudo. El misterio les rodeaba cuando les preguntaban si pertenecían al Mosad, a lo que nunca respondían de una manera transparente pero que les daba pie para sacar el tema del conflicto en el Próximo Oriente y abogar por el necesario entendimiento entre judíos y palestinos.
Alex llegó unos minutos después, alto y serio. Era un antiguo piloto de la Pan Am que nunca había salido del armario y que, casi seguro, le causaba una infelicidad constante. Habiendo viajado mucho, sus historias resultaban siempre muy amenas. De vez en cuando se hacía acompañar de antiguos compañeros de profesión, para todos un eufemismo porque siempre resultaban ser pilotos notablemente más jóvenes.
María, mexicana que llevaba viviendo más de treinta años en los Estados Unidos pero que se negaba a nacionalizarse. Casada con un petrolero de Texas, al quedarse viuda heredó una considerable fortuna que había invertido en una protectora de animales. Jamás usaba pieles para vestir y su causa número dos –siempre podría aparecer una primera- era que se prohibieran las corridas de toros, por lo que financiaba a un grupo extremista en España con los que compartía ingenuidad. Llevaba tiempo con una idea fija: descubrir la manera de que los abrigos de pieles se comieran a sus dueñas. Con los años se había convertido en el brazo derecho de Lola, por lo que era normal verla en el apartamento aunque no fuera víspera de sábado. Ambas compartían la afición por la lectura y gustaban de entretenerse en comentar los libros que habían adquirido últimamente. Para Lola era un placer poder hablar en español y expresar lo que en inglés le resultaba algo más difícil; con María se sentía como en casa. En el fondo estaban encantadas de que el español fuera tomando fuerza en el país, por mucho que molestase a algunos. Su chiste preferido era repetir muchas veces palabras como siesta, paella, siesta, paella…
Dimitri y Marcos, dos viejas glorias del ballet clásico que, en cualquier ocasión, te contaban sus supuestas cuitas con Nureyev o la Fontaine. Viviendo en un modesto apartamento del barrio chino, con mucha paciencia habían aprendido a hablar mandarín, de manera que se dedicaban a dar clases particulares en una academia de negocios para jóvenes chinos. Su mayor joya era una sala de cine montada al aire libre en el jardín trasero de su casa, donde proyectaban en verano viejas películas en blanco y negro, sobre todo musicales del estilo Melodías de Broadway.
Un poco más tarde aparecieron July, Matt y Rachel. Los dos primeros llevaban casados muchos años y habían tenido un hijo. Casado éste con Rachel, un día había decidido dejar de hablar a su familia sin explicación alguna, por lo que ella ocupaba ahora el hueco que les había dejado su malagradecido e incomprensible vástago. La pareja estaba jubilada y vivían a las afueras de Manhattan, con cuatro labradores y dos ocas. Les gustaba la jardinería y la horticultura, por lo que pasaban la mayor parte del día en el jardín o en la huerta. Sus perros eran felices dando vueltas a su alrededor sin parar y las ocas ejercían de guardianes de la finca, organizando un verdadero escándalo cuando se acercaba algún desconocido. Rachel era geriatra en el Mount Sinai Hospital en Queens y coordinaba un grupo pro-eutanasia, además de ser una aclamada conferenciante.
En último lugar llegaba siempre Adolfo, un peruano intelectual exiliado. Nadie estaba seguro de las razones que lo empujaron a salir de Lima hacía ya dieciséis años, pues allí era un famoso chef al que no se le conocía ideología política, al menos de forma pública. Nunca hablaba de Perú pero estaba suscrito clandestinamente a El Comercio, el diario peruano de mayor tirada, y devoraba páginas en Internet acerca de la situación política en su tierra natal. No había vuelto a tener una conversación en español desde que pusiera los pies en el avión que lo trajo hasta Nueva York. Comentaba que sus inversiones en Lima le habían ido tan bien que, afortunadamente, no tenía que trabajar más. De lo que vivía era pues otro misterio a sumar.
Así pues la mesa estaba completa, la conversación interesaba, la comida estaba ya servida sobre el mantel y la temperatura era ideal para la cena al aire libre. Las luces de los rascacielos iluminaban el horizonte.
―¿A quién le apetece un poco de sushi?
Prometía ser otro memorable viernes en Duquitas Blancas.
El pequeño apartamento de Old Fulton Street, un espacio abierto hacia el downtown de Manhattan, se había convertido en su hogar en los últimos siete años, después de que ambas enviudaran y decidieran vivir juntas en el loft neoyorquino que Carmela y su marido Avner habían comprado durante el tiempo que él estuvo como director titular de la orquesta del Carnegie Hall. Carmela era española, violonchelista, y profesora en una de las orquestas más famosas en aquel momento. En un viaje a Israel, donde tenían que interpretar la ópera Norma como orquesta invitada, conoció al director y nunca volvieron a separarse. No habían tenido hijos pero sí una perra, a la que llamaban Norma en recuerdo de la ópera celestina. Vivieron en Tel Aviv desde que se casaron, con algunas temporadas en Nueva York, Roma o Madrid; en esta última cuidad vivía Lola, su hermana cirujana, y a la que iba a visitar siempre durante las giras europeas de la orquesta. Lola compartía una casa de campo, a las afueras de la ciudad, con Margarita, escritora de cuentos infantiles y, además, librera. Llevaban juntas media vida y unos años antes se habían casado gracias a los aires progresistas que soplaban en el país ibérico. Cada vez que se reunían los cuatro disfrutaban el tiempo compartido como niños en un parque de atracciones. Se llevaban de maravilla, cómplices en felicidad, sintiéndose afortunados por haber encontrado a sus medias naranjas, a las que llamaban “nuestras naranjas enteras”, pues decían que de media nada de nada.
Tanto Margarita como Avner habían muerto hacía ya siete años, casi al mismo tiempo, lo que había sumado a las hermanas en una gran tristeza. La misma noche en que María, desde Jerusalén, llamó a su hermana para contarle que Avner había sufrido un ataque al corazón, tomaron la decisión de vivir juntas. Lola estaba sola desde hacía un año y medio, después de que Margarita sufriera un accidente mientras volvía a su casa desde la librería, hecho del que lentamente iba recuperándose.
Israel y España guardaban para ellas tantos recuerdos, una vida entera, que no parecían ser los lugares idóneos para trasladarse, para seguir hacia delante, de manera que el apartamento de Brooklyn asomaba como la mejor opción, lejos del bullicio de Manhattan y con las mejores vistas sobre la isla, en un barrio tranquilo y bien conectado. Así, después de algunos preparativos y despedidas, de la venta de la librería y las casas en Madrid y en Tel Aviv, organizaron sendas mudanzas hacia Nueva York reuniéndose allí a principios de mayo.
La casa tenía todo lo que necesitaban para ser felices: música, una buena biblioteca, algunos cuadros, pocos pero bien escogidos entre los que destacaba un Jasper Jones, formidables vistas y unos chester comprados a un amigo anticuario de San Francisco que invitaban a practicar el olvidado arte de la buena conversación; además de un gran grupo de amigos que María y Avner habían ido atesorando en su periplo americano. A él siempre le habían reprochado, los más esnobs de sus allegados, que no se mudaran a un barrio mejor, a lo que Avner contestaba recurrentemente ¿qué lugar tiene mejores vistas del skyline que el nuestro?
Llamaban a su casa “Duquitas Blancas”, en clara referencia a sus raíces españolas, pero cambiándole el sentido de la copla por uno mucho más optimista. Así la residencia de las hermanas era conocida en Nueva York tanto por sus cenas de amigos -que no de intelectuales- como por sus extravagancias. Cada viernes del año, y según la máxima de Cicerón Un amigo es un segundo yo, organizaban una velada a la que invitaban a su nutrido círculo, siempre a los mismos, pero que mágicamente cada semana aumentaba ligeramente. Aunque el apartamento en sí no era muy grande, según las proverbiales proporciones de los americanos, a cualquier invitado extranjero le hubiera parecido una mansión. Disponían de dos grandes mesas, una redonda de cristal en el interior, y otra rectangular de madera, ésta en la terraza. A pesar de las costumbres anglosajonas de cenar como las gallinas, entre ellos se había impuesto una norma no escrita, muy española, que consistía en empezar la reunión sobre las nueve de la noche y acabar a las tantas de la madrugada, siempre que hubiera algo interesante de lo que hablar. Hacía gracia a las anfitrionas que en inglés no existiera la palabra sobremesa, así que ellas instituyeron que “Los amigos de los viernes” celebraran las cenas a la manera latina, con un horario anárquico de comienzo y sin hora de despedida. La música de fondo era muy variada, desde coplas hasta música clásica, incluso alguien había llevado una noche algo que sonaba a música de dentista y que resultó ser Mantovani. Se sentían muy orgullosas de haber recopilado una profusa colección de música hebrea y prácticamente todo lo que se había grabado y editado sobre ópera.
Viernes.
Como tal se reunirían para cenar en la terraza, si el tiempo no lo impedía. Sólo el 14 de septiembre de 2001 no había tenido lugar la comida, ya que el atentado del World Trade Center descompuso la rutina de la ciudad y a todos ellos sus estómagos.
La mañana continuaba clara y a las 9 las esperaba en el embarcadero cercano un water taxi que las llevaría a la isla cruzando el East River. Procuraban no subirse al metro para aprovechar al aire libre lo que les brindaba la ciudad. Las precedía la reputación de ser unas de las clientas favoritas de Dean & Deluca, adonde acudían cada viernes, un poco antes de las diez, a surtirse de los manjares que ofrecerían esa misma noche. Allí desayunaban, frente a los ventanales orientados a Broadway, sendos croissants y jugos de naranja, disfrutando del variopinto río que caminaba acelerado sobre las aceras. El resto de la semana no eran tan exquisitas y solían ir a Grimaldi’s, una pizzería cercana, también al Flying Burrito, cerca de Christopher Park o al japonés de la calle 87. Sólo cocinaban en casa tres o cuatro noches al mes y servían ellas misma la cena. Nueva York es una ciudad donde cocinar no supone nunca una necesidad, comentaban continuamente, habiendo tantos restaurantes como bares en España o prostitutas en Filipinas. Una vez provistas de los ingredientes del menú del día cruzaban el puente de Brooklyn hacia Duquitas Blancas, para hacer algo de ejercicio, cargando los cartuchos en dos maletas de viaje que resultaban ser unos perfectos carros de la compra. La cocina esperaba impaciente desde hacía una semana, lista para preparar la comida que se merecían sus inefables amigos, los cuales irían apareciendo a cuentagotas a partir de las nueve de la noche y a los que esperaban con impaciencia como si fuera la primera vez.
Casi con puntualidad de verdugo comenzaban a llegar los miembros del Grupo de los Viernes. La mesa estaba puesta, ordenada pero sin llamar la atención; nada del incómodo número infinito de copas, sólo dos –agua y vino-, sin candelabros. Al final el tiempo acompañaba y decidieron que podrían sentarse en la terraza, por lo que la mesa tenía como única decoración un par de macetas con lirios y un cenicero en uno de los lados. Ya sólo quedaban dos fumadores.
Un misterioso número de comensales iba llegando poco a poco, tan variado e interesante como cada noche. Los primeros fueron Andy y Susan, matrimonio judío que había emigrado desde Europa después de la guerra y que habían perdido a sus respectivas familias en campos nazis. Siendo los mejores amigos de Avner ahora lo eran de Carmela. Además tenían una Fundación muy reputada dedicada a becas musicales y dirigida a descendientes de judíos, lo que les daba la oportunidad de viajar a Israel muy a menudo. El misterio les rodeaba cuando les preguntaban si pertenecían al Mosad, a lo que nunca respondían de una manera transparente pero que les daba pie para sacar el tema del conflicto en el Próximo Oriente y abogar por el necesario entendimiento entre judíos y palestinos.
Alex llegó unos minutos después, alto y serio. Era un antiguo piloto de la Pan Am que nunca había salido del armario y que, casi seguro, le causaba una infelicidad constante. Habiendo viajado mucho, sus historias resultaban siempre muy amenas. De vez en cuando se hacía acompañar de antiguos compañeros de profesión, para todos un eufemismo porque siempre resultaban ser pilotos notablemente más jóvenes.
María, mexicana que llevaba viviendo más de treinta años en los Estados Unidos pero que se negaba a nacionalizarse. Casada con un petrolero de Texas, al quedarse viuda heredó una considerable fortuna que había invertido en una protectora de animales. Jamás usaba pieles para vestir y su causa número dos –siempre podría aparecer una primera- era que se prohibieran las corridas de toros, por lo que financiaba a un grupo extremista en España con los que compartía ingenuidad. Llevaba tiempo con una idea fija: descubrir la manera de que los abrigos de pieles se comieran a sus dueñas. Con los años se había convertido en el brazo derecho de Lola, por lo que era normal verla en el apartamento aunque no fuera víspera de sábado. Ambas compartían la afición por la lectura y gustaban de entretenerse en comentar los libros que habían adquirido últimamente. Para Lola era un placer poder hablar en español y expresar lo que en inglés le resultaba algo más difícil; con María se sentía como en casa. En el fondo estaban encantadas de que el español fuera tomando fuerza en el país, por mucho que molestase a algunos. Su chiste preferido era repetir muchas veces palabras como siesta, paella, siesta, paella…
Dimitri y Marcos, dos viejas glorias del ballet clásico que, en cualquier ocasión, te contaban sus supuestas cuitas con Nureyev o la Fontaine. Viviendo en un modesto apartamento del barrio chino, con mucha paciencia habían aprendido a hablar mandarín, de manera que se dedicaban a dar clases particulares en una academia de negocios para jóvenes chinos. Su mayor joya era una sala de cine montada al aire libre en el jardín trasero de su casa, donde proyectaban en verano viejas películas en blanco y negro, sobre todo musicales del estilo Melodías de Broadway.
Un poco más tarde aparecieron July, Matt y Rachel. Los dos primeros llevaban casados muchos años y habían tenido un hijo. Casado éste con Rachel, un día había decidido dejar de hablar a su familia sin explicación alguna, por lo que ella ocupaba ahora el hueco que les había dejado su malagradecido e incomprensible vástago. La pareja estaba jubilada y vivían a las afueras de Manhattan, con cuatro labradores y dos ocas. Les gustaba la jardinería y la horticultura, por lo que pasaban la mayor parte del día en el jardín o en la huerta. Sus perros eran felices dando vueltas a su alrededor sin parar y las ocas ejercían de guardianes de la finca, organizando un verdadero escándalo cuando se acercaba algún desconocido. Rachel era geriatra en el Mount Sinai Hospital en Queens y coordinaba un grupo pro-eutanasia, además de ser una aclamada conferenciante.
En último lugar llegaba siempre Adolfo, un peruano intelectual exiliado. Nadie estaba seguro de las razones que lo empujaron a salir de Lima hacía ya dieciséis años, pues allí era un famoso chef al que no se le conocía ideología política, al menos de forma pública. Nunca hablaba de Perú pero estaba suscrito clandestinamente a El Comercio, el diario peruano de mayor tirada, y devoraba páginas en Internet acerca de la situación política en su tierra natal. No había vuelto a tener una conversación en español desde que pusiera los pies en el avión que lo trajo hasta Nueva York. Comentaba que sus inversiones en Lima le habían ido tan bien que, afortunadamente, no tenía que trabajar más. De lo que vivía era pues otro misterio a sumar.
Así pues la mesa estaba completa, la conversación interesaba, la comida estaba ya servida sobre el mantel y la temperatura era ideal para la cena al aire libre. Las luces de los rascacielos iluminaban el horizonte.
―¿A quién le apetece un poco de sushi?
Prometía ser otro memorable viernes en Duquitas Blancas.
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